Juan Pablo II a los obispos de las Antillas
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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE LAS ANTILLAS
EN VISITA "AD LIMINA"
Martes 7 de mayo de 2002
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE LAS ANTILLAS
EN VISITA "AD LIMINA"
Martes 7 de mayo de 2002
3. Pero también debemos superar los confines de la Iglesia, porque el Concilio se preocupó esencialmente por fomentar nuevas energías para su misión en el mundo. Sois conscientes de que una parte esencial de su misión evangelizadora es la inculturación del Evangelio, y sé que en vuestra región se ha prestado mucha atención a la necesidad de desarrollar formas caribeñas de culto y vida católicos. En la encíclica Fides et ratio subrayé que "el Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece, obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma" (n. 71). Asimismo, afirmé que en el encuentro con el Evangelio las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario "son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos" (ib.; cf. Ecclesia in America, 70).
Con este fin, es importante recordar los tres criterios para discernir si nuestros intentos por inculturar el Evangelio tienen bases sólidas o no.
El primero es la universalidad del espíritu humano, cuyas necesidades básicas no son diferentes ni siquiera en culturas completamente diversas. Por tanto, ninguna cultura puede ser considerada absoluta hasta el punto de negar que el espíritu humano, en el nivel más profundo, es el mismo en todo tiempo, lugar y cultura.
El segundo criterio es que, al comprometerse con nuevas culturas, la Iglesia no puede abandonar la valiosa herencia que proviene de su compromiso inicial con la cultura grecolatina, porque eso significaría "ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia" (Fides et ratio, 72). Así pues, no se trata de rechazar la herencia grecolatina para permitir al Evangelio encarnarse en la cultura caribeña, sino, más bien, de hacer que la herencia cultural de la Iglesia entable un diálogo profundo y mutuamente enriquecedor con la cultura caribeña.
El tercer criterio es que una cultura no debe encerrarse en su propia diversidad, no debe refugiarse en el aislamiento, oponiéndose a otras culturas y tradiciones. Esto implicaría negar no sólo la universalidad del espíritu humano, sino también la universalidad del Evangelio, que no es ajeno a ninguna cultura y procura arraigar en todas.
4. En la exhortación apostólica Ecclesia in America afirmé que "es necesario que los fieles pasen de una fe rutinaria (...) a una fe consciente, vivida personalmente. La renovación en la fe será siempre el mejor camino para conducir a todos a la Verdad, que es Cristo" (n. 73). Por eso, es esencial desarrollar en vuestras Iglesias particulares una nueva apologética para vuestro pueblo, a fin de que comprenda lo que enseña la Iglesia y así pueda dar razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15). En un mundo donde las personas están sometidas a la continua presión cultural e ideológica de los medios de comunicación social y a la actitud agresivamente anticatólica de muchas sectas, es esencial que los católicos conozcan lo que enseña la Iglesia, comprendan esa enseñanza y experimenten su fuerza liberadora. Sin esa comprensión faltará la energía espiritual necesaria para la vida cristiana y para la obra de evangelización.
La Iglesia está llamada a proclamar una verdad absoluta y universal al mundo en una época en la que en muchas culturas hay una profunda incertidumbre sobre si existe o no esa verdad. Por consiguiente, la Iglesia debe hablar con la fuerza del testimonio auténtico. Al considerar lo que esto entraña, el Papa Pablo VI identificó cuatro cualidades, que llamó perspicuitas, lenitas, fiducia, prudentia: claridad, afabilidad, confianza y prudencia (cf. Ecclesiam suam, 38).
Hablar con claridad significa que es preciso explicar de forma comprensible la verdad de la Revelación y las enseñanzas de la Iglesia que provienen de ella. Lo que enseñamos no siempre es accesible inmediata o fácilmente a los hombres de nuestro tiempo. Por eso, hay que explicar, no sólo repetir. Esto es lo que quería decir cuando afirmé que necesitamos una nueva apologética, adecuada a las exigencias actuales, que tenga presente que nuestra tarea consiste en ganar almas, no en vencer disputas; en librar una especie de lucha espiritual, no en enzarzarnos en controversias ideológicas; en reivindicar y promover el Evangelio, no en reivindicarnos o promovernos a nosotros mismos.
Esta apologética necesita respirar un espíritu de afabilidad, una humildad y compasión que comprenden las angustias y los interrogantes de la gente y, al mismo tiempo, no ceden a una dimensión sentimental del amor y la compasión de Cristo, separándolos de la verdad. Sabemos que el amor de Cristo puede implicar grandes exigencias, precisamente porque estas no están vinculadas al sentimentalismo, sino a la única verdad que libera (cf. Jn 8, 32).
Hablar con confianza significa no perder nunca de vista la verdad absoluta y universal revelada en Cristo, y tampoco el hecho de que esa es la verdad que todos los hombres anhelan, aunque parezcan indiferentes, reacios u hostiles.
Hablar con la sabiduría práctica y el buen sentido que Pablo VI llama prudencia y que san Gregorio Magno considera una virtud de los valientes (cf. Moralia, 22, 1), significa dar una respuesta clara a quienes preguntan: "¿Qué debemos hacer?" (Lc 3, 10. 12. 14). La grave responsabilidad de nuestro ministerio episcopal se manifiesta aquí en todo su exigente desafío. Debemos implorar a diario la luz del Espíritu Santo, para hablar según la sabiduría de Dios y no según la del mundo, "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1 Co 1, 17).
El Papa Pablo VI concluía afirmando que hablar con perspicuitas, lenitas, fiducia y prudentia "nos hará sabios, nos hará maestros" (Ecclesiam suam, 38). Y eso es lo que estamos llamados a ser sobre todo: maestros de verdad, implorando siempre "la gracia de ver la vida plena y la fuerza para hablar eficazmente de ella" (san Gregorio Magno, Comentario sobre Ezequiel, I, 11, 6).
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