Lo Máximo se hace mínimo González de Cardedal Navidad





A estas alturas de la historia, podemos ¿seguir celebrando con honestidad intelectual, concediendo realidad metafísica a las dos afirmaciones centrales del cristianismo: la Navidad y el Calvario, el nacimiento de Cristo en Belén y su muerte en la cruz? 


La cultura griega rechazó el Evangelio por considerar locura y máxima insensatez que el Absoluto se manifestase en carne, compartiera nuestra existencia y sobre todo que pudiese padecer y morir. Este es el sentido del destino de Jesús en su historia con nosotros y por nosotros. No es un mito: está anclado en nuestra historia, nombrado junto a los emperadores Augusto, Tiberio y el prefecto Poncio Pilato (¡Por eso se halla éste en el Credo!). Ese don del Misterio absoluto al hombre en Cristo es el núcleo de nuestra fe y la razón de nuestra alegría en Navidad. En ella para agradecer a Dios el don supremo de sí mismo a los humanos en Belén nos hacemos regalos unos a otros.


Hay que superar la idea de quienes piensan el Absoluto como poder y exigencia; que al manifestarse genera temor y temblor; y que es indigno de él compartir nuestro mundo, contenerse en nuestros límites, sumergirse en el lodo de la naturaleza y ser alumbrado en las entrañas de una mujer. Piensan así de Dios porque le piensan a semejanza del hombre aprisionado en su finitud y cegado por sus pecados. Pero justamente lo propio de lo Máximo es darse en lo mínimo, de lo Santo acercarse a quienes son pecadores, del Absoluto e incondicionado aceptar las condiciones de la existencia mortal. El idealismo alemán, en filósofos como Hegel y poetas como Hölderlin, recogieron admirados esta frase de un jesuita recordando a san Ignacio: «Maximum contineri minimo hoc divinum est = Esto es lo divino que lo Máximo se contenga en lo mínimo». Que quien es el Todo se concentre en el fragmento; que quien es el Eterno, comparta nuestro «Ser y Tiempo». Eso es lo que confesamos al ir hasta el pesebre de Belén a encontrar al niño en los pañales. Allí late el corazón de Dios desde dentro de un corazón humano.


Si en el inicio está Belén en el final está la cruz: uno y otro son los signos identificadores de Dios con nosotros. El Absoluto manifestado en su absolutez es incomprensible e inaccesible para el hombre. El Poder si solo se manifiesta como tal es la suprema humillación del hombre. Dios solo se nos desvela como gracia y amor si comparte nuestra debilidad y fragilidad. La historia de Jesucristo es la historia de ese Absoluto entrando en nuestros límites para superarlos, compartiendo nuestro morir como acontecimiento (Ereignis) para superar nuestra muerte (Tod).


No se puede ayudar con dignidad a alguien si no se le dan los medios para que el agradecimiento no le sea humillante, no engendre resentimiento y odio. «Los beneficios nos son agradables en la medida en que creemos poder corresponder a ellos; si sobrepasan estos límites la gratitud se convierte en odio» (Tácito, Anales 4,18). Cristo nos ha dado la posibilidad de agradecer sus dones dejándonos sus signos objetivos para corresponderle: el Evangelio, el Apóstol, el Espíritu Santo y la Comunidad. Estas mediaciones nos son divinamente otorgadas en primer lugar para poder acoger su gracia y en segundo lugar para que nuestro agradecimiento esté a la altura de su Don. Así, comprendida y vivida, la fe no humilla sino que levanta del suelo a todo hombre capaz de mirar más allá de los bordes de su finitud confiándose al que es su Creador y su Consumador.

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