El mal: una respuesta desde la antropología de Torres Queiruga
Carlos Alberto Vargas González, El mal: una respuesta desde la antropología de Torres Queiruga
Veritas, núm. 47, 2020
El mal es una realidad evidente y es imposible negarlo (Bernstein, 2002). Es flagrante, mas las respuestas parar tratar de comprenderlo suelen ser escurridizas. Su realidad no solo reta el intelecto, sino que se convierte en una pregunta existencial que puede conducir al absurdo y, consecuentemente, a la no aceptación de Dios (Camus, 1973c), por lo cual no está fuera de lugar preguntarse si, a pesar del mal, Dios sigue siendo un ser confiable (Stackhouse, 2009).
Lo que sí es cierto respecto al mal es que es una cuestión que ha in quietado al ser humano a través de toda la historia, y por ello ha buscado respuestas a este fenómeno desde diferentes perspectivas. Es así como ha dado respuestas mitológicas, teológicas y filosóficas (Ricoeur & Pellauer, 1985). No obstante, sigue habiendo un enorme abismo entre la visibilidad del mal y la escasez de los argumentos intelectuales para hacerle frente (Bernstein, 2002). La pregunta de por qué se da el mal sigue abierta por ser algo que toca las fibras más profundas de la existencia humana.
Sin embargo, al ser una cuestión abierta da lugar a que se den respuestas desde diferentes cosmovisiones. Es así como aparecen respuestas que sostienen que más adelante, gracias al avance tecnológico, el ser humano será capaz de crear mundos artificiales, lo cual disminuiría sustancialmente la pregunta por el mal natural (Crummett, 2020; Dainton, 2020). Asimismo, siguen vigentes los argumentos clásicos que giran en torno a que Dios permite el mal para bienes mayores, pero que no tiene la intención del mal (Mooney, 2019).
Por lo anterior, el mal se convierte en un reto para los creyentes (Collins, 2019; Law, 2010), para la teología (Koistinen, 2017; Ricoeur & Pellauer, 1985; Torres, 2001) y para la filosofía (Neiman, 2002; Ricoeur & Pellauer, 1985). Más específicamente, desde el punto de vista teológico, el mal es el primer interrogante que sale al camino de la antropología, sobre todo en lo relacionado con la teología de la creación (De la Peña, 1996), al ser “una de las preguntas más acuciantes y que más difícil hacen mostrar la credibilidad del Dios cristiano” (Silva, 2009), de allí el gran reto que supone este fenómeno para le reflexión sobre Dios (Gesché, 2010). No se puede dudar de la buena fe de las respuestas teológicas y “populares”, pero lo que sí se puede cuestionar son las consecuencias perniciosas con la imagen del Dios revelado por Jesús de Nazaret que en múltiples ocasiones dejan estas respuestas.
Por ello, Andrés Torres, consciente de esta situación, ubica el mal en un plano ontológico, es decir, mostrando que en un mundo necesariamente creado con un modo de ser finito es inevitable la realidad del mal físico y moral. En efecto, es menester interpretar el mal en el sentido metafísico de la criatura, esto es, el mal se da como consecuencia de la finitud natural, denominada mal físico, dentro del cual se pueden enumerar los males de la naturaleza propiamente dichos: las enfermedades, los desastres y el deterioro normal de la naturaleza. Pero también se da como efecto de la finitud libre y del poder (Vargas, 2010), conocido como el mal moral, fruto de las decisiones humanas: violencia y guerra en general. Ahora bien, el mal en términos generales es “comprensible” dentro de la creación y no contradice la intención amorosa de Dios a la hora de crear, sino que es el riesgo asumido por el Creador para compartir la felicidad suya con sus criaturas.
La “apuesta” de Dios en la creación está “motivada” por “la esperanza” suya en el Hombre. En definitiva, la creación estaba orientada a la encarnación (Sayes, 2002), pues fue un hombre, Jesús de Nazaret, quien comprendió plenamente el proyecto que Dios tenía en la creación. Por ello, el Nazareno entendió su vivir divino en tanto que humano, y se comprometió radicalmente a luchar contra el mal con sus palabras y, sobre todo, con sus acciones. Este camino trazado por Jesús es el proyecto del cristianismo, dado que sus seguidores deben vivir como vivió él: “Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él” (1 Jn 2,6). En efecto, la respuesta de Dios al mal sigue dándose cada vez que hay un acto humano que lucha por hacer un mundo más humano y, consecuentemente, más divino.
En este sentido, lo que sí es claro en el cristianismo, de acuerdo con la argumentación de Torres Queiruga, es que la actitud frente a la inevitabilidad del mal no es el letargo de una esperanza en el más allá mal entendida, ni tampoco es dejar todo en las manos de Dios, sino que es un llamado para vivir un compromiso radical con la transformación del mundo a través de acciones que hagan más real la imagen de Dios (Vargas, 2018).
Ahora bien, no puede perderse de vista que la respuesta cristiana al problema del mal es una posición hermenéutica, es decir, la interpretación de una realidad inevitable desde una perspectiva del reinado de Dios. En el fondo, el mal es un problema que no se soluciona, porque es parte constitutiva de la creación por el hecho de ser ontológicamente finita. Sin embargo, sí se puede interpretar a la luz de la praxis concreta de Jesús de Nazaret, quien tuvo la intuición de que el ser humano, más que respuestas teóricas, lo que necesita son acciones concretas cuando es abrasado por el mal.
Lo anterior se evidencia en el evangelio cuando el Nazareno sentía compasión por las personas que padecían el mal en diferentes formas (Mt 14,14; Mc 6,34; Lc 7,13), término que es mucho más profundo en el idioma original del evangelio, pues “el verbo griego eplagjnizomai, usado en todos estos textos, se deriva del sustantivo esplagjnon, que significa vientre, intestinos, entrañas, corazón, es decir, las partes internas de donde parece surgir las emociones profundas. El verbo griego, por consiguiente, indica un movimiento o impulso que fluye de las propias entrañas, una reacción visceral” (Nolan, 1981: 50). No en vano Jesús es considerado “el poeta de la compasión” (Pagola, 2010: 117). Desde el latín, por su parte, misericordia, es el concepto que recoge esta experiencia -del latín miser (miserable o desdichado) y cor, cordis (corazón)-, que significa dar el corazón al mísero. En Jesús, por tanto, se evidencia que “el nombre de Dios es misericordia” (Francisco, 2016).
En consecuencia, uno de los retos que le queda a la teología del futuro es, sin lugar a duda, ser narrativa (Mardones, 1988) como lo era la “teología” de Jesús. De este reto no está exenta la presentación del problema del mal, pues el hombre contemporáneo -o posmoderno- ya no resiste los grandes relatos ni las divagaciones abstractas que se complacen en sí mismas desde el punto de vista lógico, pero que no tienen incidencia directa en el desarrollo cotidiano de la existencia (Ramírez, Vargas & González, 2013). Por tanto, el desafío que le presenta el mal a la teología no gira tanto en hacer una “justificación de Dios” (teodicea), sino en hallar las maneras de cómo hablar de él a pesar de la inevitabilidad y evidencia del mal (Hernández, 2018).
En efecto, el problema del mal debe ser presentado de una manera narrativa, así como lo hizo Jesús, que no acudió a elucubraciones abstractas, sino que de una manera pedagógica tomaba los elementos cotidianos de sus conciudadanos y contaba experiencias, como da testimonio la manera de narrar el reinado de Dios a través de las parábolas (Meier, 2017). Esto no significa que se deba renunciar a la profundidad de los argumentos; al contrario, es un desafío para que la presentación del problema del mal no pierda su agudeza y, sobre todo, para que sea fecunda en el presente y futuro del ser humano. Por ello, parafraseando al filósofo español Ortega y Gasset (2004: 9), se puede decir que la claridad ha de ser la cortesía del teólogo al presentar el problema del mal.
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