Reseña de Anna Blanché del libro El puesto del hombre en el Cosmo

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Max Scheler, M., El puesto del hombre en el cos­mos. Estudio introductorio, traducción y notas de Miguel Oliva Riobó, Escolar y Mayo, Madrid 2017, 200 págs.  PENSAMIENTO, vol. 75 (2019), núm. 284, RESEÑAS


En marzo de 2017 la editorial Escolar y Mayo publicó, dentro de la colección Hitos, una de las obras más destacadas del filósofo alemán Max scheler, El puesto del hombre en el cosmos

La excelente edición y traducción de Miguel Oliva Riobóo nos ofrece la obra que, sin ninguna duda, constituye el esfuerzo más elaborado de unión entre metafísica y antropología filosófica  dentro del pensamiento de Scheler, y nos invita a preguntar qué más podría habernos enseñado sobre estos temas si la muerte no le hubiera interrumpido.

El libro del que nos disponemos a hablar está estructurado sobre una breve introducción del autor seguida por cuatro partes, cada una de las cuales se divide, a su vez, en distintos apartados. En esta edición, además, se ha añadido un estudio introductorio escrito por oliva Riobóo que resulta de gran ayuda sobre todo para aquellos que sean profanos en la figura de scheler, pues ofrece un detallado resumen tanto de la biografía como del pensamiento del filósofo alemán.


Ya en su introducción, Scheler hace toda una declaración de intenciones. Pretende elaborar una antropología filosófica nueva que parta de una fundamentación metafísica distinta de la que aparece en otro artículo suyo, Zur Idee des Menschen, que da lugar a un concepto tradicional de hombre que tiene la idea de la semejanza con Dios como referencia. 

Scheler quiere averiguar aquí si se puede llegar a justicar un segundo concepto, al que denomina «concepto esencial de hombre», que dé al hombre un puesto singular y diferente del que pueda ocupar cualquier otro ser vivo.

En la primera parte del libro nos habla de la estratificación del ser psicofísico. Partiendo de la consideración previa que sólo aquello que está vivo puede considerarse un objeto psíquico, es decir, poseedor de un ser interior y para sí, Scheler enumera las distintas formas ontológicas del alma y las identificas con los diferentes tipos de vida anímica, empezando por el impulso afectivo—que se corresponde con las plantas. Este es el estrato inferior de lo psíquico carente de toda consciencia, sensación o representación y donde lo afectivo y lo impulsivo no se han separado aún. 

Aunque posee alma, la vida vegetal es un ímpetu afectivo dirigido hacia la exterioridad calificado de deriva esencial, que responde a estímulos inespecíficos y a la necesidad universal de crecimiento y reproducción. No obstante, en la existencia vegetal ya se da el fenómeno originario de la expresión de los estados internos del impulso afectivo, lo que pone de manifisto esto la vida interior de su ser. 

En segundo lugar en el orden ontológico de la vida anímica encontramos el instinto —lo propio del animal. Se define a partir de la conducta del ser vivo, esto es, el objeto de observación externa susceptible de descripción. Supone una especialización mayor del ímpetu afectivo y es un concepto neutral ydual, pues implica tanto el nivel psíquico como el físico para expresar los estados íntimos de lo anímico. 

Según Scheler, la conducta instintiva es coherente, tiene un ritmo definido e inalterable, atañe a la repetición de patrones importantes para una especie (es decir, es innata y hereditaria) y es perfecta des de el principio. 

El instinto no se adquiere, y lo que en él es rígido pero prácticamente evidente se vuelve complejo y más precario cuando entra en juego la inteligencia, haciéndose susceptible a la pluralidad. 

La tercera forma de vida psíquica es la me­moria asociativa basada en la conducta consuetudinaria que se da en todo animal. Se fundamenta sobre los reflejos  condicionados y las leyes asociativas, y su proceder es el «ensayo y error» que, tras cierto número de pruebas, se hace más intuitivo. 

Cuando esto toma un carácter de imitación general en el que la conducta y vivencia ajenas actúan frente a las propias y se asimilan, es cuando hablamos de tradición. En el hombre, por el contrario, vemos un desarrollo con el abandono progresivo de la tradición, puesto que la razón la objetiva y la devuelve al pasado del que proviene, dando paso a la novedad y a la individuación; cuanto más avanza la ciencia histórica más disminuye la tradición. 

Y, en cuarto y último lugar en- contramos la inteligencia práctica condicionada por lo orgánico —que encontramos en los animales superiores. Inicialmente definida como reacción con sentido ante una situación nueva para un ser vivo en calidad, éste, de individuo, su condición «práctica» signo que su cometido último es siempre una acción que tiene como objetivo saciar un impulso, transformando así el entorno del animal en una red de referencias objetivas con carácter abstracto y relacional, de modo que son entonces percibidas cada una de ellas como medio para alcanzar un fin que cubra su necesidad inicial. 

Así se hace notoria la capacidad de elección del ser vivo, que Scheler reconoce ya en los animales superiores, pero muestra que lo que queda fuera del alcance del animal es el poder hacer preferencias entre valores como tales.

La segunda parte del libro se centra en la diferencia esencial entre el hombre y el animal. 

Scheler explica que el principio que hace que el hombre sea lo que es esencialmente es el espíritu. Es su capacidad para desligarse existencialmente respecto de lo orgánico, liberándose así de su alrededor para permanecer abierto al mundo

El espíritu le permite objetivar su entorno y concebir por sí mismo el modo de ser de esos objetos, al margen de las limitaciones de sus impulsos e instintos (pues se distancia de ellos). Y este acto espiritual está estrechamente vinculado a la autoconscien­cia —un segundo nivel del acto reflejo. 

Por esto, el hombre es capaz también de hacer objetivas su constitución psíquica y sicológica, pero nunca ese «centro» propio desde donde lleva a cabo los actos del espíritu, pues es algo metatemporal y metaespacial que se encuentra fuera de ese mundo que puede convertir en objeto de su conocimiento. 

Por lo demás, el hombre vive inmerso en las formas vacías de espacio y tiempo (que el animal no posee), las cuales descubre cuando sus expectativas superan la realidad. Es entonces cuando, de el vacío mismo de su corazón, percibe el vacío espacio-temporal que aparece como fundamento de todas las cosas del mundo. 

Y, por último en esta segunda parte, Scheler habla sobre la actualidad pura del espíritu y de como la persona —que es su centro— es solo «en» y «a través» de sus actos. Nos dice que solo cooperando con el espíritu eterno a través de los actos tomamos parte en la generación continua de las ideas que están con las cosas.

La tercera parte del libro trata sobre la ideación como acto fundamental del espíritu. 

Por «ideación» debemos entender la comprensión de las propiedades esenciales del mundo a partir un caso hallado en el nivel ontológico, y cuyo saber resultante tiene validez universal —para lo que ya es y para lo posible. 

Separar esencia de existencia es, para Scheler, la característica fundamental del espíritu humano. Asimismo se hace referencia a la reducción fenomenológica, con algunas diferencias respecto a Husserl, como técnica para anular la resistencia que opone la realidad ante el centro impulsivo del hombre. 

Para ello, se propone una vida espiritual ascética que se esfuerza para revocar, a través de su voluntad, el ímpetu vital al que el mundo presenta resistencia. 

Seguidamente se presentan la «teoría clásica» y la «teoría negativa» del hombre, que son expuestas y ejemplicadas y acaban siendo rechazadas, aunque por razones distintas. 
Por contra, Scheler sostiene que el espíritu posee esencia y legalidad propias pero no dispone de una energía inherente, de ahí que necesite obtenerla de los estratos ontológicos inferiores. 

Se sugiere así que la naturaleza, si se rige por leyes que atañen a las cosas mismas, se vuelve unitaria al acoger psique y  fisiología bajo la misma legislación, lo cual permite hablar de una «sublimación» en todo proceso fundamental del mundo que provee al espíritu de energía. 

Y, análogamente, en el proceso por el que el hombre se hace hombre se da la sublimación más alta y la unificación  esencial total de la naturaleza, puesto que en él se hallan todos los estratos esenciales del existir. 

Todo esto es también aplicable al ser supremo que fundamenta el mundo: por su condición de espíritu no posee fuerza ni poder, pero su atributo de natura naturans le sirve de impulso todopoderoso responsable de la realidad y las cualidades contingentes de la misma. 
En la medida que se dan la espiritualización de los impulsos y, simultáneamente, la vivificación del espíritu, se cumple el objetivo del ser y del acontecer finitos. 

En esta parte del texto, Scheler hace también una crítica de la doctrina cartesiana e identifica lo que él considera errores fundamentales, como negar el alma en animales y plantas. 

Hace hincapié en la separación entre res cogitans res extensa, puesto que eso equivale a separar el alma y el sistema impulsivo y hace imposible la comunicación entre los procesos vitales y la consciencia. En otras palabras, se rompe la unidad entre lo fisiológico y lo psíquico, lo que significa  que el espíritu no puede obtener energía para sí de ninguna parte. 

Ante esto, Scheler remarca que la vida es una unidad psicofísica aplicable a todos los seres vivos. Seguidamente, hace una crítica de la concepción mecánico-formal del hombre, del vitalismo y de la teoría antropológica de Ludwig Klages, exponiendo sus argumentos en contra de todas estas ideas y porqué, bajo su punto de vista, son insostenibles si se cree que espíritu y vida están en perfecta coordinación y jamás en oposición.

Y en la cuarta y última parte del libro, brevemente y sirviendo de conclusión a todo lo expuesto anteriormente, se habla de metafísica y de religión. 

Scheler dice que, en ese mismo proceso por el que el hombre se erige como tal, es el momento justo en el que debe elaborar la idea de un ser ultramundano y absoluto. 

Y es así puesto que es el mismo instante donde, una vez ha hecho del mundo su objeto, el hombre toma consciencia de que su dimensión espiritual es metamundana y, hallándose fuera del mundo, todo le conduce hacia un encuentro con la nada absoluta. 

De ahí nace la necesaria conexión esencial entre la consciencia del mundo, la del yo y la de Dios —un «ser por sí mismo» del que se predica lo «sagrado» y que puede adoptar una multiplicidad de formas—, las cuales conforman una unidad estructural indivisible y constitutiva del hombre. 

Comprender espiritualmente lo absoluto e integrarse en ello es el origen de todo tipo de metafísica. Pero a diferencia de esto, Scheler explica que la superación del nihilismo antes mencionado y el encuentro de formas de representación y pensamiento que brindan amparo y salvación es lo que él entiende por religión y preceden históricamente al conocimiento metafísico. 

Tras esto Scheler niega, en lo que concierne a la relación con el ser fundamental, las premisas que postulan que ese ser es el Dios de las religiones, esa divinidad personal y espiritualmente todopoderosa. 

En su lugar, propone una idea que ya nos es familiar gracias, entre otros, a Hegel, pues defiende que la relación entre el hombre y el fundamento del mundo se basa en que dicho fundamento se realiza y queda comprendido inmediatamente en el hombre, a la su vez que éste participa activamente en la promoción de la deitas (la parte espiritual del ser supremo) para hacerla efectiva y, en este llevarla a efecto, cooperar en la creación del «Dios» histórico resultante del fundamento último del mundo como la compenetración entre ímpetu y espíritu cada vez más perfecta. 

De este modo, el hombre se nos revela como el único lugar donde el ímpetu y el espíritu del ens per se se ponen en recíproca y viva conexión; es su punto de encuentro y el sitio donde el logos que articula el mundo se vuelve constituyente.

Así, con El puesto del hombre en el cos­mos Max Scheler se une a la larga tradición de pensadores que, de un modo u otro, han afirmado  que el sitio que ocupa el hombre en la realidad es un lugar único y privilegiado. 

Pone de manifiesto  la percepción de la vida como radical unidad entre físico y psique que abarca a todo ser vivo sin distinción alguna. 

Remarca que el punto de demarcación del hombre es el espíritu. 

Es su dimensión espiritual aquella por la que el hombre se eleva del estrato ontológico y logra ver más allá, y, sólo entonces, emprende el camino de su destino como persona al preguntarse por su lugar en el mundo. 

Y finalmente nos recuerda que el hombre, como también el ser supremo, es una dualidad unitaria que oscila entre ímpetu y espíritu, y que su cometido esencial es la realización del fundamento en su vida concreta a través de la implicación activa en la generación de las ideas y los valores que perviven con las cosas del mundo. Es ahí donde se forja la relación con el ser absoluto y donde, por fin, encuentra un sentido a su existencia. 

– Anna Blanché

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