Encuentro con Dios o experiencia mística en san Juan de la Cruz




González de Cardedal:


Encuentro con Dios o experiencia mística

El itinerario de San Juan de la Cruz no nos aparece como la consecuente desembocadura, tras un largo esfuerzo de búsqueda, en un encuentro con Dios que sería percibido como una conquista que el hombre hace de un objeto proporcional a sus fuerzas y a la medida de su deseo. 

La vida del Santo tiene su punto cumbre en una experiencia límite, cuyo tiempo y lugar exacto desconocemos, que no sabemos si es puntual o diferida, y de la cual sale transformado de tal manera que su existencia ulterior será una reactualización, rememoración, reafirmación, explicitación y extensión a los demás de aquel instante o espacio de gracia innovador de todo su ser. 

Esa experiencia límite fue vivenciada como un haber sido encontrado, enamorado, transformado, herido por Dios hasta la última entraña de su espíritu, de forma que el resto de la vida fue toda ella memoria agradecida, palabra recuperadora y reflexión tanto sobre las condiciones de su posibilidad como sobre las consecuencias para el futuro propio, y finalmente sobre su posible fecundidad para las demás almas. (Canciones de la esposa en la cárcel de Toledo)



Por ello para siempre ya irán unidas en él poesía y vida, y sólo en un segundo momento aparecerá una tercera realidad: la doctrina, que en este instante está absolutamente ausente.

 La experiencia mística es en sí por origen absolutamente gratuita, en manera ninguna lleva consigo una intención didáctica o se extiende más allá del sujeto que la recibe. San Juan de la Cruz por tanto no es inteligible sino por inmersión en el universo personal, simbólico y expresivo que esas canciones implican. Ellas constituyen por sí mismas todo un cosmos de sentido, en el que se integran Dios, el hombre y la creación entera. San Juan es místico en cuanto poeta y a partir de su poesía es maestro.


De la época anterior a Toledo no nos queda ni una página del Santo.
A partir de esas canciones que sacó de la cárcel tenemos que entender su existencia anterior y posterior, jerarquizar sus obras y descubrir la conexión en que están unas con otras.

 La realidad de Toledo fue una experiencia de ruptura, de humillación, de sufrimiento, de abandono humanos, que sin embargo por él fueron vivenciados en otra clave. Es sobrecogedor comprobar que si no supiéramos por la historia externa y por los testimonios ajenos lo que allí ocurrió, de sus obras apenas podríamos deducir que fue un hecho absolutamente negativo lo que provocó en él esa admirable creación poética. San Juan vivió aquella historia cuyas causas, protagonistas y motivaciones humanas eran patentes, como una historia de Dios con su alma. 

Sobre aquellos él hace un absoluto silencio. No hubiera sido posible que la realidad negadora de Toledo fuera interpretada como presencia amorosa de Dios, si no hubiera estado precedida por los años de Ávila, durante los cuales en la cercanía maternal de Santa Teresa y en la entrega total a la oración y contemplación, sin duda fue introducido en el misterio amoroso de Dios, hasta el punto de poder comprender, soportar y experimentar luego la cárcel de Toledo como noche en que Dios enamora, como herida y abandono, como presencia y ausencia del Amado. 

En Toledo cristalizó una relación con Dios que ya había logrado en Ávila su profundidad radical.

Toda la obra sanjuanista tiene su clave no en la palabra noche sino en la palabra amor. 

Y la experiencia mística no es ante todo del orden del conocimiento y del saber sino del orden del enamoramiento y del desear. 

La luz es resultado del amor. Por ello el Santo siempre hablará de dichos de amor y luz. Y como tales identifica los poemas y los comentarios de cántico
Amor tiene un sentido activo y por sujeto a Dios que es el agente de la moción, enamoramiento, transformación que el alma sufre. Toda la obra sanjuanista, en sus grandes poemas, se abre con una serie de participios pasivos, que remiten a esa acción originaria de Dios sobre el hombre y que se convierten en una fuente de dinamismo en él. El alma es encontrada, visitada, enamorada, herida, inflamada, llagada, por Dios y de esa conmoción de entrañas nace una nueva búsqueda el deseo y las ansias de amor con que ella le responde.

 El contenido fundamental de la experiencia, que como tal es totalizadora de potencias, dinamismos y apetencias del hombre, es el amor. Por ella el alma es asumida a la vida misma de Dios y comparte no sólo esa propia vida divina sino el impulso creador por el cual Dios anima y sostiene el universo.

Si los tres poemas NocheCántico y Llama describen el proceso de marcha hacia el encuentro del alma con el Amado, y presentan la vida entera como el desasosegado buscar, hay que reconocer sin embargo que el punto de partidas son las afirmaciones de la acción divina que pone en marcha, más aún que hace necesario ese proceso de búsqueda. 

Por eso las claves de los poemas son cuatro palabras que están en el punto de partida: herida, llaga, toque, sosiego

Son estas palabras que están en las primeras estrofas de los poemas y es esa acción divina, que está en el inicio del proceso de búsqueda y de reconocimiento las que le otorgan todo su sentido teologal. Ellas a la vez que esforzado le hacen infinitamente gozoso porque el alma se sabe a sí misma pendiente no tanto ni sólo del propio esfuerzo cuanto de la tracción de Dios, del toque permanente, «un toque de noticia suma de divinidad», «una subida noticia en que se le da a entender o sentir alteza de Dios y grandeza»


La ausencia que el alma sufre de Dios en el mundo y la noche que padece no son resultado de la mera carencia o silencio de Dios sino todo lo contrario: de la purificación que en ella opera, del embestimiento por el cual la arranca a todo lo que no es Dios para que cree capacidad para acogerlo, del reto que le hace para que le reconozca como realidad suficiente; son fruto del anterior amor, toques y noticia, que impulsan hacia un amor más transformador, un toque más sabroso y una noticia más plena.

Dijimos que la experiencia mística es resultado de la acción enamorada de Dios para con el hombre y en ninguna forma resultado de una acción captativa, conquistadora, del hombre respecto de Dios. Es un acto gratuito de Dios por el cual integra al alma a su vida y no la conquista de un objeto que el alma integraría en su mundo, quedando ella como soberana. 

Por ello amor y fe son los dos presupuestos originarios y permanentes de la experiencia mística auténtica, frente a toda forma de ascesis, autónoma, idolatría o magia. Los procesos de Subida y de Noche no tienen como objeto llegar a la cima del monte sino prepararse o para que el que habita en la cima del monte venga hasta nosotros, nos visite y con su presencia amorosa nos eleve hasta él. 

Toda la narración sanjuanista es así vivenciada en clave absolutamente teologal: es un canto a la potencia enamoradora de Dios que ha hecho de los hombres sus amigos, sus hijos. 

De las diversas relaciones en que el hombre puede sentirse ante Dios: 
como efecto frente la causa, 
como creatura frente al creador, 
como sujeto frente al Señor, 
como hijo frente al Padre, 
como esposa ante el Esposo, 

San Juan de la Cruz, prolongando los textos bíblicos ha elegido el último paradigma: 'esposa-esposo' por ser aquel en el que la intensidad de la relación personal y amorosa puede encontrar su forma suprema y totalizadora de espíritu y de sentidos.

La experiencia mística identificada en su raíz como experiencia de amor es sin embargo totalizadora: suscita conocimiento, sentimiento, deseo. 

Para San Juan de la Cruz el amor es la raíz del ser, ya que por haber sido amados existimos y si no hubiéramos sido amados no hubiéramos existido -'amor ergo sum'-, y es la raíz del conocimiento. 

Del amor y de la fe va siempre un sendero hacia el conocimiento y por el contrario del conocimiento no va siempre un sendero hasta el amor y la fe. 

En el prólogo a Cántico expresa esa función totalizadora del enamoramiento que Dios hace al alma: «Porque, ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas donde él mora, hace entender? ¿Y quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y finalmente lo que las hace desear?». Inteligencia, sentimientos, ansias son el fruto de esa amorosa comunicación divina.


En San Juan de la Cruz encontramos la expresión más completa psicológicamente, más exacta teológicamente y más bella poéticamente de lo que hemos llamado experiencia mística. 

Ella, teniendo su raíz en la acción divina que embiste purificadora y ensanchadora, sanadora y transformadora, sobre el hombre para integrarla en su vida divina, desencadena una nueva forma de percepción en todas las demás potencias, transformando y conformando con Dios la memoria, la inteligencia y la voluntad. Experiencia referida a Dios como luz que hace posible a la visión y como realidad vista, como agente del amor y como objeto amado. «Dios es la luz y el objeto del alma», que se le da como totalidad y por tanto en desbordamiento, inasibilidad, incognoscibilidad e inefabilidad última porque el ser finito es desproporcionado al infinito y su saber de él será siempre en distancia, en desfallecimiento y en sombra.

A la luz de lo anterior podríamos sugerir algunas determinaciones de la experiencia mística. 

Se la ha descrito como una forma de conocimiento, de relación, de inscripción en Dios a la que corresponderían los objetivos siguientes: experiencial, afectiva, fruitiva, dilectiva, cognitiva, inmediata, unitiva, transformadora, agraciante. 

Nosotros insistiríamos en que es una forma de vida total nueva, resultado de nuestra inserción en la vida divina, que es percibida ante todo como amor, y resultando de ella como conocimiento y deseo. «La experiencia mística es la efectuación de una forma de vida que se la puede definir como la inscripción de la existencia en el orden de la caridad».

Así propuesta y descrita la experiencia mística corresponde al movimiento más profundo de la revelación bíblica, que es la abertura del hombre a Dios no tanto para desvelarle la realidad de las cosas, ni siquiera para revelarle ante todo su propia divina constitución sino para hacerle partícipe de su amor e integrarle en su vida. La Biblia no es una suma de noticias, o de relatos históricos sobre el mundo, o de afirmaciones teóricas sobre el hombre sino el desvelamiento de Dios como amor originante, como oferta de amor al hombre, como plenitud posible para sus deseos.


Evidentemente la Biblia vive de lo que se ha llamado la 'inversión hermenéutica respecto de la filosofía'. 

Si lo propio de esta es buscar a Dios y para conocerle, lo esencial a la Biblia es responder a Dios tras haber sido conocidos por él. Y más que el conocer a Dios, importa el haber sido amados por él, reconocerse y recogerse a sí mismo desde ese amor.
Primacía por tanto del ser buscados por Dios sobre la búsqueda que el hombre hace de Dios; y primacía del ser amados por Dios a nuestro conocimiento de Dios. Nuestra búsqueda, conocimiento y amor son resultantes.
Para el NT los temas del amor, del conocimiento de Dios y de la nueva vida en reciprocidad entre el Padre y el Hijo, y por el Hijo prolongada hasta los creyentes, es el elemento esencial e irrenunciable. Los textos paulinos sobre el Espíritu que se nos ha dado para conocer las interioridades de Dios, para alumbramos y sostenemos en nuestro corazón; sobre la vida que tenemos escondida con Cristo en Dios y sobre el amor de Dios que derramado en nuestros corazones suscita confianza, fidelidad y conocimiento; los textos joánicos que hablan de la reciprocidad del amor entre el Padre y el Hijo prolongado hacia los hombres, de la morada e inhabitación del Padre y del Hijo en el corazón de los fieles; los textos sinópticos que hablan de la reciprocidad de conocimiento entre Padre e Hijo extendido a quienes este quisiera revelarlo: todos ellos son textos, que prolongando el conocimiento y revelación profética del AT, nos hacen pensar en un conocimiento humano de Dios hecho de razón y de afectividad, de amor y de gozo.
La alternativa ente Biblia y Mística llevada al extremo por hombres del protestantismo como Barth y Brunner es insostenible y sus propios sucesores han reconocido que la revelación bíblica a través de los temas de la alianza, de las afirmaciones proféticas de la relación esponsal de Dios con su pueblo, de los textos joánicos sobre la inexistencia del Padre en el Hijo y del Hijo en los creyentes, y no menos los paulinos sobre la acción del Espíritu en el corazón de los creyentes abren el paso a una experiencia mística que no sólo no degrada sino que verifica al cristianismo, porque no es una fusión del hombre con Dios, ni una apropiación de Dios por el hombre sino la consumación de una relación de alianza en la cual unión y diferencia crecen al mismo tiempo.


Si la experiencia mística es la realización más plena de la revelación bíblica que traspasa así la positividad de los hechos y el vacío de los conceptos hacia la intensidad de la vida vivenciada, no menos es la realización plena de ciertas experiencias que la filosofía puede encontrar en el desarrollo normal del espíritu humano. 

La primera analogía que encontraríamos en el orden del conocimiento sería «el deseo esencial a toda creatura de llegar a conjugarse con sus fuentes (rejoindre ses sources) y con el principio de su ser singular»

Otra analogía sería el impulso del alma a conocerse a sí misma, elevando su fondo a conocimiento actual y enclavando sus actos en ese fondo personal. 

Una tercera analogía sería el conocimiento personal por amor y connaturalidad, donde la presencia sustituye al concepto y donde la inmediatez del don asume los sentidos y el sentimiento como forma de comunicación y otorgamiento. 

Y finalmente tendríamos otra analogía: el sentimiento cósmico en el que la totalidad de lo real, como conjunto, nos es dada y la sentimos ofrecida, presente y poseída, sin exigencia y como agradecimiento, a la vez que nos asume a nosotros integrándonos en su realidad. 

La experiencia mística de San Juan de la Cruz no ha surgido por decantación de estas aproximaciones filosóficas sino como fruto de gracia y en relación a los contenidos esenciales del cristianismo, pero encuentra en éstas un modelo que nos permite reconocerla en la línea de lo que es constitutivamente humano.

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