Carta de MOns. Josep Saíz

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La op­ción be­ne­dic­ti­na (2)

Mons. Àngel Saiz Me­ne­ses          En las pri­me­ras se­ma­nas del pa­sa­do mes de enero pude leer al­gu­nas pu­bli­ca­cio­nes so­bre his­to­ria de la es­pi­ri­tua­li­dad, y re­pa­ré en la fi­gu­ra de san Be­ni­to (480-547), que  tras una ex­pe­rien­cia ere­mí­ti­ca en Subia­co emi­gró ha­cia el sur de Ita­lia y fun­dó el mo­nas­te­rio de Mon­te­ca­sino. Allí es­cri­bió la Re­gla Be­ne­dic­ti­na, una sa­bia com­bi­na­ción de ele­men­tos pre­ce­den­tes de la vida mo­nás­ti­ca, una au­tén­ti­ca sín­te­sis de la es­pi­ri­tua­li­dad del si­glo VI. Des­pués de su muer­te, mi­les de mo­nas­te­rios po­bla­ron Eu­ro­pa guia­dos por su Re­gla. Se­gún san Gre­go­rio Magno, se tra­ta de un mo­nu­men­to a la pro­por­ción, a la jus­ta ar­mo­nía con que com­bi­na to­dos los ele­men­tos de la vida mo­nás­ti­ca, la equi­dad en el go­bierno, el sen­ti­do co­mún. Es fru­to de un ca­ris­ma y de una in­te­li­gen­cia or­de­na­da y prác­ti­ca.
Mons. Àngel Saiz Me­ne­ses          En las primeras semanas del pasado mes de enero pude leer algunas publicaciones sobre historia de la espiritualidad, y reparé en la figura de san Benito (480-547), que  tras una experiencia eremítica en Subiaco emigró hacia el sur de Italia y fundó el monasterio de Montecasino. Allí escribió la Regla Benedictina, una sabia combinación de elementos precedentes de la vida monástica, una auténtica síntesis de la espiritualidad del siglo VI. Después de […]
San Be­ni­to com­bi­nó ar­mó­ni­ca­men­te la ora­ción y el tra­ba­jo. La ora­ción es la prin­ci­pal ocu­pa­ción del mon­je, es más am­plia que el Ofi­cio di­vino e in­clu­ye tam­bién la ora­ción per­so­nal. La ora­ción en el coro no ocu­pa toda la vida en el mo­nas­te­rio, y por eso se com­bi­nan tiem­pos de tra­ba­jo, de ora­ción per­so­nal y de lec­tio di­vi­na. La re­la­ción y el en­cuen­tro del mon­je con el Se­ñor tam­bién tie­nen lu­gar en el tra­ba­jo; como Je­sús san­ti­fi­có el tra­ba­jo con su ofi­cio de car­pin­te­ro, el mon­je se une a él cuan­do tra­ba­ja. Ade­más, si se rea­li­za con es­pí­ri­tu de obe­dien­cia, no dis­trae de la con­cien­cia de la pre­sen­cia de Dios.
He es­ta­do re­fle­xio­nan­do so­bre cómo apli­car y adap­tar es­tas en­se­ñan­zas en nues­tra dió­ce­sis. En el con­tex­to ac­tual es ur­gen­te para sa­cer­do­tes, miem­bros de la vida con­sa­gra­da, así como para el lai­ca­do, en­con­trar el equi­li­brio y las jus­tas pro­por­cio­nes en­tre la ora­ción, la for­ma­ción per­ma­nen­te, el tra­ba­jo pas­to­ral, el es­par­ci­mien­to ne­ce­sa­rio y el des­can­so; y tam­bién es fun­da­men­tal para res­pon­der a la lla­ma­da a la san­ti­dad, en cada uno de los es­ta­dos de vida. Pues bien, jus­to en aque­llos días se pre­sen­tó en di­fe­ren­tes ciu­da­des de Es­pa­ña un li­bro ti­tu­la­do La op­ción be­ne­dic­ti­na, de Rod Dreher, es­cri­tor y pe­rio­dis­ta nor­te­ame­ri­cano, que quie­re di­se­ñar una es­tra­te­gia para los cris­tia­nos en una so­cie­dad pos­cris­tia­na.
Su diag­nós­ti­co es que es­ta­mos lle­gan­do a una si­tua­ción en que pron­to se­re­mos como los mo­nas­te­rios del si­glo VI, como cris­tia­nos que vi­ven en­tre pue­blos se­cu­la­ri­za­dos, por­que ha caí­do la cul­tu­ra cris­tia­na y nos toca vi­vir en una cul­tu­ra, no ya in­di­fe­ren­te, sino in­clu­so a ve­ces an­ti­cris­tia­na. La pro­pues­ta es crear co­mu­ni­da­des cris­tia­nas fir­mes de ver­dad. Las fa­mi­lias cris­tia­nas, las  pa­rro­quias, los mo­vi­mien­tos y reali­da­des de Igle­sia, de­ben ser tan fir­mes y mi­li­tan­tes, como lo fue­ron aque­llos mo­nas­te­rios. La fe debe ser cen­tral en la vida de cada per­so­na y de cada co­mu­ni­dad.
Aho­ra bien, es­tas co­mu­ni­da­des se pue­den plan­tear tam­bién como un puro re­fu­gio, ais­la­do del ex­te­rior, como una es­pe­cie de Arca de Noé a la es­pe­ra de que aca­be el di­lu­vio y todo pe­rez­ca en el ex­te­rior; o se pue­den plan­tear como las mi­no­rías crea­ti­vas de las que ha­bla­ba el papa Be­ne­dic­to XVI, ins­pi­rán­do­se en el his­to­ria­dor in­glés Ar­nold Jo­seph Toyn­bee. No hay que ol­vi­dar que ya san Pa­blo en el si­glo I avi­sa­ba a las pri­me­ras co­mu­ni­da­des cris­tia­nas: “Y no os aco­mo­déis al mun­do pre­sen­te, an­tes bien trans­for­maos me­dian­te la re­no­va­ción de vues­tra men­te, de for­ma que po­dáis dis­tin­guir cuál es la vo­lun­tad de Dios: lo bueno, lo agra­da­ble, lo per­fec­to” (Rm 12, 2).
Nues­tra mi­sión será, con hu­mil­dad y rea­lis­mo, vi­vir como sal de la tie­rra y luz del mun­do, fer­men­tan­do de evan­ge­lio los am­bien­tes, es de­cir, trans­for­man­do la so­cie­dad e ilu­mi­nan­do y or­de­nan­do las reali­da­des tem­po­ra­les con­for­me a la vo­lun­tad de Dios. Una trans­for­ma­ción que se lle­va a cabo me­dian­te el ejer­ci­cio de las pro­pias ta­reas, ma­ni­fes­tan­do a Cris­to ante los de­más con la pa­la­bra y tes­ti­mo­nio, con la fe, es­pe­ran­za y ca­ri­dad, im­pli­ca­dos en las ocu­pa­cio­nes y en las con­di­cio­nes or­di­na­rias de la vida fa­mi­liar y so­cial: es­tu­dio, tra­ba­jo, re­la­cio­nes so­cia­les, de amis­tad, cul­tu­ra­les, pro­fe­sio­na­les, etc. Es el Se­ñor quien nos en­car­ga esta mi­sión. Con­fia­dos en su pa­la­bra, echa­re­mos las re­des.
+ Jo­sep Àngel Saiz Me­ne­ses
Obis­po de Te­rras­sa.

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