Antropología y bioética Recesión




Antropología y bioética

Fernando Lolas Stepke1 

1 Profesor Titular y director del Centro Interdisciplinario de Estudios en Bioética, Universidad de Chile. Investigador, Universidad Central de Chile. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9684-2725Hays, 



H. R.. Del mono al ángel (From ape to angel). ., , Luis de Caralt, ,, Barcelona: ,, 1965. ., 482p. págs.






La versión original de este libro, en inglés, se publicó en 1958. Presenta una amena historia de la antropología social actualizada al momento de su aparición, mientras los antropólogos eran llamados a contribuir al entendimiento intercultural tras las contiendas bélicas y a validar sus aportaciones prácticas en la sociedad norteamericana.

Reseñar esta obra no significa que sea la mejor historia de la antropología social. Tampoco que sus contenidos sean por entero actuales. Brinda un pre-texto para comentar puntos relevantes que no suelen aparecer en las adocenadas presentaciones sobre bioética del ambiente latinoamericano, especialmente el que dice adoptar una postura “profunda” y antiimperialista. Aunque esta argumentación ya suena periclitada, monótona y vacía, quienes la difundieron en el pasado, politizando el discurso bioético con fines no académicos, se confinaron al cómodo espacio de la consigna y el cliché, y no produjeron aportaciones dignas de mención.

Lo primero que destaca en esta historia es el origen de la disciplina que luego se llamaría “antropología social”. Sin duda fueron los relatos de navegantes y exploradores en contacto con pueblos desconocidos, por definición primitivos, los que estimularon el interés de los europeos. Interés complejo, del cual extrae cada intérprete lo que más conviene a su propio relato. Es creíble el anhelo de difundir la fe cristiana. Algunos misioneros han de haber sido sinceros. Más creíble el deseo de riquezas y la explotación de grupos humanos pasibles de ser sojuzgados. Sin duda, la extrañeza al comprobar que la humanidad incluía a sujetos hasta ese momento desconocidos, cuya condición humana podía ser objetada considerando sus comportamientos. La famosa contienda entre los sacerdotes Sepúlveda y Las Casas, entre otros asuntos, discutió si los indígenas tienen alma o no. Debate ya producido en relación a la mujer en la Europa medieval.

Con justicia empieza este libro reconociendo a los exploradores, especialmente Bougainville y Cook, un papel en estimular la imaginación europea sobre la rareza de unos habitantes con apariencia humana, cuyas costumbres merecían asombro y, en algunos casos, corrección. La actitud misionera no fue solamente patrimonio de las iglesias ni puro asunto de religión. Fue también soberbia afirmación de la superioridad del europeo blanco, cuya moral, costumbres y prácticas sociales debían enseñorearse de toda la tierra.

En esta historia, jalonada por los nombres de personas que convertieron excentricidades de viajeros en una disciplina formal, surge una conclusión. Todos los objetos, prácticas y modos de vivir se resumen en un mapa de relaciones y de formas de vida que separan a los seres humanos de otros animales. Si bien las hormigas y las abejas tienen sociedades, solamente los bípedos humanos tienen cultura. Y aunque no sean conscientes de su existencia, pues lo último que vería un pez sería el agua, esta humanización del ambiente es consustancial a su existencia. Como dicen muchos, no hay “naturaleza humana” sino historia humana, realizaciones humanas. Si eso “artificializa” o no una pretendida naturaleza es materia de discusiones interminables. Todavía hay quienes piensan que la inseminación “artificial” no tiene nada de “natural”, cuando es producto de la mente y el trabajo humanos.

La cultura es el sujeto de estudio que lentamente se consolida en el trabajo de los pioneros y al que se llega mediante indagaciones detalladas y especializadas. Objetos fabricados, sistemas de parentesco, ritos, lingüistica, palabras, costumbres, todo muestra semejanzas, analogías, homologías, diferencias, incomprensibles mutaciones y permanencias. Los relatos que se construyen sobre el pasado varían entre considerar si existió la horda primitiva promiscua, si hubo un matriarcado en algunas sociedades, si existió la muerte ritual del jefe-padre, si los tabúes y los totems fueron positivos o negativos. Como en toda disciplina naciente, este libro documenta los relatos y las invenciones reconstructivas que hicieron de la antropología tanto un género literario como un conjunto de “escuelas”, definidas según preferencias interpretativas y valores tanto cognoscitivos como estéticos. Así han nacido y evolucionado otras “ciencias sociales”, en contactos ateóricos con temas e intentando semejarse, por método y objeto, a las “verdaderas” ciencias de la naturaleza. El tema de la “cientificidad” se basa en replicar las prácticas metódicas que aseguran certidumbres contrastables con una comunidad experta. Además, debe crear cohortes de estudiantes que afirmen, perfeccionen y difundan el discurso “ortodoxo” de la disciplina, y renueven sus modelos según sutiles equilibrios entre disensiones y acuerdos. La inestabilidad paradigmática, evidente en las ciencias “duras”, tiene tanto en las humanidades clásicas como en las “nuevas humanidades”(ciencias sociales, humanas, culturales) raíces muy profundas. En ellas, el cambio de perspectiva es constitutivo de su estatuto epistemológico; reconocen explícitamente la impronta histórica que subyace a todo proceso de comprensión e interpretación.

He ahí otro elemento digno de discusión. Las ciencias humanas o sociales se basan en la acción humana (así lo dictaminó Talcott Parsons, quien propuso una teoría general de la acción); esta acción se traduce en modos de vivir y actuar que son las culturas. El contexto histórico determina las percepciones. El pensamiento científico -lo dijo Durkheim- es la forma más pura de pensamiento religioso por sus aspiraciones de objetividad y universalidad. Pero tanto su objeto como su forma cambian a tenor de los movimientos societarios en cualquier aspecto de la cultura. El dios de la tecnología moderna no es el dios de las comunidades agrarias. Esto, en forma simple, significa que la naturaleza humana y sus creaciones son, de cabo a rabo, historia y cambio, paradigmas fugaces, insatisfacción e incompletitud de proyectos. Dar cauce a la historia, o interpretarla como un todo con dirección y propósito, son tareas inacabables e infinitas, base de toda utopía.

El libro de Hays también se detiene a considerar otras ciencias humanas que parecen compartir objeto con la antropología. La psicología, la sociología, la paleontología, la arqueología, con reservas el psicoanálisis, por no hablar de otras disciplinas como la epidemiología, la medicina o la estadística, forman el plexo discursivo, el “tejido” del cual se aisla un “objeto disciplinario” central. Esta constitución del objeto es más exitosa en algunos casos que en otros. Por ejemplo, en psicología siguen existiendo escuelas que propugnan un cerebro sin mente o una mente sin cerebro, aunque no con la intensidad de hace decenios. Aunque no haya acuerdos epistémicos, siempre los hay sobre profesionalización; aquí interviene la demanda social que configura un servicio. El caso de la psicología es interesante. De ser auxiliar de la medicina y la pedagogía logra constituir un “ámbito de eficacia social” que asegura su existencia: responde a necesidades o deseos que justifican pago en prestigio, dinero o poder.

Una postura desaprensiva podría afirmar que todos estos “departamentos” de la preocupación por el ser humano presentan solamente matices metódicos y que sus diferenciaciones dependen solo de los usos del conocimiento. Eso es comprensible, aunque significara un retroceso al período de las filosofías inclusivas. Aun Comte y Durkheim podrían catalogarse de polifacéticos escritores, verdaderos polígrafos, fuera de clasificaciones debidas a la división del trabajo. Es conveniente observar que las distancias y los antagonismos son más marcados en la esfera de la profesionalización que en la académica.

En relación a las diferencias teóricas entre escuelas antropológicas, las tradiciones permiten identificar posturas básicas. Sin duda, hay un antes y un después en relación a la hipótesis darwiniana. Por ende, después de absorber la teoría de la evolución cambia la interpretación de los hechos, que vienen a ser considerados eslabones en una cadena histórica y se establecen paralelos entre la evolución biológica y la evolución cultural.

En presencia de costumbres y productos semejantes en zonas geográficas separadas se plantea de la pregunta de si son creados por evolución local o importados de otras regiones. Las escuelas difusionistas proponen que, en algunos casos, no hubo creación simultánea o invenciones en paralelo, sino simplemente copia, imitación y adaptación.

Cuando la sociedad para a ser objeto de estudio, con Durkheim principalmente, se establece otra forma de concebir las cuestiones. Así, se admite una suerte de conciencia colectiva dando forma a las tradiciones y los usos, lo que plantea la pregunta por la función de cada objeto o institución en la economía social. Este funcionalismo, ejemplificado por la obra de Bronislaw Malinowski y otros autores, es de gran importancia para entender el origen y persistencia de costumbres que desafían la comprensión del observador.

Las aportaciones de la reflexión filosófica (parte de la cual es herencia cultural) y los conceptos del psicoanálisis o la teoría de la Gestalt aplicados a la interpretación antropológica, abren un infinito abanico de variantes que, sin duda, constituye el atractivo de este campo.

Si se piensa en el discurso bioético en términos antropológicos y se pregunta por sus variantes geográficas (o, mejor, geopolíticas) hay que responder varias preguntas. Cuando se importa el principialismo norteamericano a Latinoamérica tal vez estemos en presencia de una difusión que puede favorecer o inhibir el pensamiento local. La misma palabra “bioética”, creada en al menos tres contextos distintos (Jahr, Potter, Hellegers son sus representantes), probablemente cumplió funciones distintas y satisfizo necesidades diferentes en cada uno de ellos. La misma contextura dialógica que solemos atribuirle es incomprensible sin una idea democratizante de trasfondo que valora más los consensos que las disposiciones autoritarias. Un comité de ética es una institución social y adquiere características y dinámicas diferentes en culturas diferentes. Es una plausible hipótesis que merece estudio. Al copiar prácticas foráneas se importan soluciones a problemas foráneos, como ya hicimos notar alguna vez, observando que muchas veces en América Latina hemos importado “soluciones que andan en busca de problemas”. Eso ocurre no solamente con instituciones. También recuerdo como, cuando trabajaba en el laboratorio, un nuevo equipo nos hacía producir investigaciones que eran inesperadas e inéditas, pero no necesariamente derivaban de lo que habíamos estado haciendo.

Estos “injertos” intelectuales pueden ser buenos o malos, inducir cambios o producir vacuidades, pero merecen estudio. Y al esnobismo de lo importado o el orgullo de lo local hay que asignarles justo papel en la constitución de una bioética de cuño propio. Si es que eso es necesario.

En síntesis, el aporte de la antropología social debe ser mejor incorporado a los estudios y la práctica en bioética.Primero, para precisar orígenes y resultados, segundo para situarlos en sus contextos culturales adecuados, tercero para desterrar de una vez esa curiosa sensación de mesianismo renovador con que cada nuevo recién llegado al uso de la palabra cree inventar trivialidades.

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