20. La muerte de San Francisco (LM 14,6) San Francisco por san Buenaventura y Giotto

 20. La muerte de San Francisco (LM 14,6)

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Clavado ya en cuerpo y alma a la cruz juntamente con Cristo, no pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en la planta de sus pies, Francisco se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo. 

Y, dirigiéndose a sus hermanos, les decía: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado».

Probado con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que siguieron a la impresión de las sagradas llagas, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió ser trasladado a Santa María de la Porciúncula para exhalar el último aliento de su vida allí donde había recibido el espíritu de gracia. 

Habiendo llegado a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él de común con el mundo, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente desnudo sobre la desnuda tierra, para expresar el despojo de cuanto puede ser atadura a este mundo. Postrado así, elevó su rostro al cielo, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que no fuera vista, y, vuelto a sus hermanos, les dijo: «Por mi parte he cumplido lo que me incumbía; que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer».

Lloraban los compañeros del Santo, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su guardián, conociendo los deseos del enfermo, corrió presuroso en busca de la túnica, la cuerda y los calzones, y, ofreciendo estas prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: «Te las presto como a pobre que eres y te mando por santa obediencia que las recibas». Se alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que hasta el fin ha guardado fidelidad a dama Pobreza. Quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su conversión permaneció desnudo ante el obispo, y, asimismo, al término de su vida quiso salir desnudo de este mundo.

Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. 

Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.

Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz, y bendijo tanto a los presentes como a los ausentes. 

Después mandó que se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: «Antes de la fiesta de Pascua». A continuación entonó el salmo 141.

Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado.

Uno de sus hermanos y discípulos, Jacobo de Asís, vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo.

 

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