Pensar y conocer a Dios en el siglo XXI

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Reseña de Antonio Pérez en la Revista de la Universidad de Comillas sobre el libro "Pensar y conocer a Dios en el siglo XXI".

MURILLO, I. (Ed.) Pensar y Conocer a Dios en el Siglo XXI. Ediciones Diálogo Filosófico/Publicaciones Claretianas, «Co- lección Jornadas 10. 2016». Colmenar Viejo (Madrid), 2016, 350 págs. en papel; 489 en DVD.



El libro recoge las 25 ponencias y las 78 comunicaciones de las X Jornadas de Diálogo Filosófico, celebradas en Salamanca del 24 al 26 de septiembre de 2015; asistieron más de 200 congresistas. Las ponencias se ofrecen en su tenor textual, las comunicaciones, en resumen. El texto completo de estas últimas se entrega en un DVD. En total forman un volumen de 839 páginas. Conforman una suerte de enciclopedia profunda y crítica de la desigual problemática que se agita en torno al asunto anunciado en el título de la obra. Se leerá con aprovechamiento y gusto.


La obra se articula en torno tres temas:
1. Límites y posibilidades del conocimiento de Dios. 
2. Existencia de Dios. 
3. Naturaleza de Dios: ¿Quién y qué es? 

El nivel conceptual y redaccional es alto y riguroso, como corresponde a la condición de sus autores, profesores e investigadores universitarios. El libro va destinado a profesionales de la filosofía y de las ciencias; pero no es ilegible para interesados serios, sino, en muchos casos ameno, honesto, claro, apasionante siempre.


El Dios del que trata es el de la racionalidad occidental (griega) asumido críticamente y modificado por la teología cristiana. 

La modificación afecta sustancial y radicalmente al valor de la argumentación de la existencia de Dios, que termina en un juicio de credibilidad, no en certeza. El discurso lógico sobre Dios necesita incorporar opciones. «En general los filósofos no solo han afirmado la existencia de un principio absoluto, sino que le han dado un nombre (Dios). Pero es obvio que un principio transcendente será también incognoscible. Esto ha hecho que en la historia de la filosofía las opciones por un principio absoluto concreto hayan sido muchas. No pudiendo darse conocimiento propiamente dicho ni de- mostración rigurosa del mismo (...) parece obvio que habrá que optar por el concepto de absoluto que se considere más convin- cente y más coherente con la experiencia» «El paso de la identificación de este primer principio con Dios se daría por la fe. Filosóficamente (...) esta identificación (...) sería una opción» (pp. 66-67) «Hay que hacer opciones, ya que las demostraciones, sensu stricto, no son posibles» (p. 70).


Con gran variedad de matices, esta persuasión es una de las constantes, la más insistente, de las ponencias y comunicaciones.

Es conocida la decisión del Concilio Vaticano I, de sustituir la propuesta de definición de la demostrabilidad racional de Dios, por la más modesta de su cognoscibilidad. (Cf. DH.3004) 

Para una referencia al plus opcional véase inicialmente Rom. 1, 18 ss. que se compagina con el análisis clásico de la fe, según el cual, esta consiste propiamente en un acto de asentimiento intelectual cuyo objeto es, por lo que hace específicamente a nuestro caso, la existencia de Dios, pero un asentimiento basado en razones que la hacen no más que creíble

Creíble significa capaz de ser asentida. 

El paso de la credibilidad al asentimiento se debe a un acto de voluntad. 

El acto voluntario que impera el asentimiento: es, pues, el fundamento de dicho asentimieto y a la vez explica que la fe, por razón de su fundamento volitivo, no sea un acto necesario impuesto una evidencia cognitiva, sino un acto libre. (Cf. DH. 3035) 

Solo lo libre, y no lo necesario, puede ser obligatorio. Hoy diríamos que el asentimiento es axiológico y que el plus opcional es el componente valorativo, comprometido, del asentimiento: una aceptación. 

«Aceptar la existencia de Dios es realizar una opción que implica consecuencias para la vida personal privada y pública, etc.» (p. 94) 
El plus opcional, no es una conclusión discursiva, sino un hecho. «No es la argumentación teórica donde los creyentes nos jugamos la demostración de la existencia de Dios. La mayor parte de las personas que creen no lo hacen movidas por argumentos racionales que tan apreciados son por los filósofos, etc.» (Ibid.) ¿La mayor parte? El autor se refiere a creyentes cristianos, a los cuales, si fundasen su fe en la evidencia de de dichos argumentos, sin el plus opcional, el Concilio Vaticano I los declararía herejes (DH. 3035). Pero la tesis tiene valor fenomenológico general, no sólo cristiano, y el mencionado aprecio de los filósofos se refiere a los argumentos que son racionales porque son insuficientes. Absolutizarlos como motivos de la creencia, esto es: sin el plus opcional, sería incurrir en una falacia de extensión indebida—irracionalizarlos.


El plus opcional, aunque podría entenderse como aportación de la razón práctica (y en dimensión importante le pertenece), en cuanto tal es igualmente insuficiente a efectos de ofrecer a la razón teórica dicho plus. En la presente obra, (y en general, en la filosofía) se omite la razón de esas insuficiencias, y aunque se reconoce lo que hemos llamado plus opcional, no se rastrea ni su naturaleza ni su origen. Este está en la razón religiosa cuya naturaleza es formalmente valoral, y su raíz o fundamento, el compromiso con el referente de dicha razón en tanto que real: Dios —real según el modo de valioso. 

Que dicho compromiso sea el de todo el hombre nos orienta hacia la idea de que es razonable, no ya según tal o cual modo de razón, sino de la razón integral: la que define como racional al ser humano, y hacia la idea de la función integradora de la razón en general que ejerce la razón religiosa— pero esto excede ya las costumbres de una recensión bibliográfica.

No cabe aquí el análisis de cada texto y cada autor; me limitaré a señalar sus constantes principales. He indicado ya la primera.


La segunda constante es la presencia masiva de un interlocutor —el libro es un diálogo con el ateísmo, no en general, sino en cuanto apoyado en los empirismos científicos. 

«En el mundo moderno la barrera psicológica más fuerte para aceptar el teísmo, no es el problema del mal, sino el naturalismo» (R. Audi, Rationality and Re- ligious Commitment, Oxford, 2013) (p. 116) El problema, o más bien la tesis de la incompatibilidad del mal con la existencia de Dios, es la antigua paradoja de Epicuro: «no es pensable que ambos puedan darse a la vez». 
La barrera más fuerte es la verdad de que Dios no es un hecho natural (Ibid.), ni es dato para las ciencias (que son naturalistas, empíricas) ni sería inteligible, sino absurdo, como explicación científica de la naturaleza, pues esta explicación necesitaría consis- tir en la designación de un hecho natural. Este discurso es lógico y cierto; pero, la persuasión en que se basa, no lo es, sino prejuicio. 

No hace falta recurrir al principio de falsación, que tal discurso incumple en el acto de excluir a Dios de lo real al encerrar en la categoría de hecho natural todo lo que hay y puede haber: este encerramiento o totalidad no es dato empírico. El pre-juicio radical consiste en la universalización o absolutización de los hechos naturales: dicha absolutización no es dato científico sino meta-científico. 

La meta-ciencia no trata de hechos naturales sino de constructos mentales —las ciencias mismas, en cuanto determinan la naturaleza de lo que puede ser su objeto; determinación que precede al dato; no es dato. «La piedra de toque del ateísmo (...) está ahora conformada por esta visión de lo real (el naturalismo) que tiene va- riantes en todas las esferas filosóficas (que tendrían sentido en cuanto fueren ciencias naturales): ontología, epistemología, ética, estética, etc. El surgimiento de esta metafísica —porque metafísica es— va de la mano del declive, en el mundo occidental, de la capacidad de la religión para proporcionar sentido a la vida y del surgimiento de la sospecha respecto a las posibilidades de la razón para revelar algo importante respecto a la moral y al valor» (Ibid. y 117) 
El naturalismo es una meta-física en el sentido más riguroso del término: trata de lo absolutamente común que constituye a los hechos naturales en tales y se diversifica en ellos: su materialidad empírica, la cual no es un hecho natural. (Cf. pp. 115-122). «La racionalidad científica se torna irracional cuando se pronuncia sobre Dios y traspasa con ello los límites que ella misma se había
marcado. (...) La racionalidad teológica se tornaría irracional cuando trata de explicar el mundo empírico desde los principios me-tafísicos que postula» (p. 349 [Papel] (Cf. DVD, 400-408).


La tercera constante de la obra es la situación espiritual de nuestro tiempo. 

Es rara la ponencia que no empiece refiriéndose a ella: se trata del silencio de la cultura actual sobre Dios. «A comienzos del siglo XXI el tema de Dios apenas está en la calle. Se habla hasta la saciedad de la Iglesia, del Vaticano, del Papa Francisco (etc.). 
No es de Dios de quien se habla» (p. 177). Se habla de la religión; pero como exenta de Dios («Re- ligión sí, Dios no» J.B. Metz) (Cf. p. 33). «El ateísmo no se argumenta, se da por supuesto como un ingrediente de la cultura de hoy, cuya explicitación es el laicismo» (p. 35). 

La obra entera es un alegato, respetuoso y lúcido sobre esta situación en la multiplicidad de sus variedades: desde cuando se expresaba como la muerte de Dio (Cf. pp. 19-27) hasta la ingeniosa interpretación del fenómeno de dicha muerte por ahogamiento en la riada de la licitación de la cultura, esto es: en la licuación del hábitat específicamente humano: una extraña desontologización, no solo de los valores sino de las personas y las cosas. 
Se explican como proyecciones, como convenciones, que pasan, fluyen, líquidas, desfundamentadas. «No pensar en Dios en la era de la velocidad es natural» (p. 52). No se puede argumentar la verdad de un fundamento último partiendo de instancias fluyentes sin fundamento alguno.

Hay ponencias sobre la religión o la espiritualidad sin Dios, que difícilmente se mantienen sin objetivar figuras o energías que acudan a ocupar su sitio. La historia, la fenomenología y la psicología de la religión muestran lo difícil que es sostenerse fundamentado en un vacío despoblado de representaciones (pp. 97-113).


La cuarta constante es el asunto de la naturaleza de Dios (principalmente su índole personal) y el modo de su conocimiento (la analogía).

Que Dios sea personal ni se cuestiona, ni se explicita, está presente en todo el libro. «Cuando se atiende a la vivencia, el trato religioso con Dios da siempre por supuesto, de manera espontánea, y me atrevo a decir antropológicamente inevitable su carácter personal» (p. 293). 

Entiendo esta inevitabilidad antropológica como otro nombre de la presencia de la razón religiosa. En los pocos casos, aunque importantes y extensos de las religiones en las que se tiene (no puedo decir que se venera) a dios como impersonal se requiere del ¿creyente? un largo y no siempre impenoso esfuerzo por situarse (o más bien evanescerse) ante ¿él, ello?; esfuerzo semejante al que cuesta acercarse a una experiencia y comprensión del Dios personal (cristiano) con un ¿concepto? no cosificado de persona.


De la personalidad de Dios trata explícitamente una sola ponencia, la última, debida a la pluma sabia de A. Torres Queiruga, el cual no se plantea el tema como propio, sino según el tratamiento que le da Amor Ruibal. «Los cuestionamientos en sentido contrario (a la personalidad de Dios) surgen siempre a nivel teórico, por algún tipo de constricción especulativa que parece contradecir la percepción espontánea» (Ibid.). 

Entiendo que la percepción espontánea está frecuentemente necesitada de purificación, no solo conceptual sino vivencial. En la medida en la que la razón especulativa, no religiosa, la constriñe, forzándola a mostrarse según las categorías de los objetos especulados, los de la percepción espontanea se falsean.

Amor Ruibal rechaza (o más bien supera o subsume —aufhebt?) la analogía de lo real, por lo tanto la rechaza también como modo del conocimiento de Dios; en nuestro caso, como modo de su índole personal. Se trata sin duda de una superación genial, pero al asimilar la personalidad a un transcendental (p. 301) reverdece la doctrina de los transcendentales, los cuales se dicen o diversifican de muchas maneras (como lo real con el que transcienden) pero siempre por referencia (relación, analogía) a una noción una y única. Eso no quita para que el conocimiento del primer analogado (la personalidad divina) con categorías del analogado segundo (la personalidad humana, en nuestro caso) sea indeterminado, elusivo, no solo respecto al modo de la personalidad de Dios, sino al modo del hecho de que lo es.


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El mismo significado (y más el referente) de la voz persona, es demasiado rico para conceptualizarlo, incluso tratándose de algo tan íntimo como la persona humana. 

La palabra Persona (humana, divina) funciona como un dedo señalador, lo que en lingüística se llama un indéxico. ¿Por qué no se han de significar así, indéxicamente, instancias como los valores, las personas, lo real (el ente) mismo, etc.? ¿Por qué las disciplinas que se ocupan de dichas instancias no han de consistir en referencias o evocaciones de las experiencias en las que dichas instancias se dan o acontecen? Serían como la palabra luz, que significa señalando la experiencia de ver. Faltando la experiencia de la visión, la voz se queda muda. Propongo esas disciplinas como tratados referenciales, no como representaciones de sus objetos.

Más de cien veces se emplea en el libro la expresión idea o concepto de Dios; es costumbre no cuestionada de la filosofía. Entiendo, sin embargo, que si el Dios filosófico, del que se trata, es el resultado de la argumentación, obtenemos un ser consistente en que es; es decir, gnoseológicamente dado en tanto que afirmado, no representa- do. Dios no viene a idea, sino a aserto, a juicio. 

En una proposición en la que se afirma algo de Dios (por ejemplo su existencia) el sujeto de la afirmación no es un concepto, expresado en un nombre, sino un juicio, y el predicado, también: se predica un juicio de otro juicio: una extrañeza gramatical, como a Dios le corresponde; también a lo real: no hay concepto del ente, sino juicio.(Aun la, para mí discutible, constitución zubiriana de la realidad y su poder en la inteligencia sentiente, es fenomenológicamente asertiva) 

¿Y cuando ateísticamente se niega? No se niega que una idea de Dios carezca de referente extramental, sino que la afirmación o juicio que en que consiste el sujeto no se da en la realidad, lo cual es predicar un juicio negativo de un sujeto que es, a su vez un juicio negativo. Creo que esta observación, así como la naturaleza lingüísticamente indéxica del habla acerca de Dios pueden ser útiles, y no ajenas a un libro como Pensar y conocer a Dios en el Siglo XXI del que aña- diré a lo dicho, que es placentero. – ANTONIO PÉREZ, S.J. 

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