¿Qué no va a ti y a mí? Diario Intimo de la virgen
"Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel
a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una
virgen desposada con un hombre llamado José,
de la casa de David; el nombre de la virgen era María"
Lc. I, 26-27
Me llamo María. Soy judía, nacida de padres judíos y en Israel. Estoy orgullosa de serlo, primero por ser del pueblo elegido por Yahveh Dios y segundo por nacer aquí, en la tierra prometida, el lugar anhelado y deseado por tantas generaciones de judíos.
Y soy de Galilea ¿No conoces Nazaret? Es posible que no y además, que incluso no hayas oído hablar de él. Es un pueblo pequeño, casi diminuto. ¡Pero es tan entrañable! Si levantas la vista al cielo siempre veras ese azul claro que alegra; a veces, alguna nube viene a resaltar más esa claridad, esa luminosidad que nos envuelve, que nos da esa alegría de vivir.
Y si miras a la tierra, siempre la verás agradecida, ofreciendo sus frutos, abriéndose al esfuerzo de nuestros hombres, que la miman y cuidan.
Es un pueblo llano en el que no vivimos más de veinticinco familias. Todos nos conocemos, nos llamamos por nuestro nombre, sabemos de problemas y alegrías, aunque hay peleas y rencores como en todos los lugares en que se vive tanto tiempo juntos...
Ahora ya tengo doce años. Hace solamente una semana que me desposé con José. Fue una fiesta emocionante y lloré cuando el rabino nos unió. Pero esto no es ninguna novedad ya que casi desde que nací, mis padres y los padres de José decidieron nuestro destino y acordaron nuestra boda.
A mi me gusta José. No he hablado nunca con él, pero lo he visto desde siempre en la carpintería de su padre cuando íbamos a la fuente. Al principio, hace ya varios años, mi madre me compró un cántaro, pequeño, casi una jarra, y luego cada vez más grande, hasta este de gran tamaño que ahora traigo sobre mi cabeza. Yo, cuando comprendí lo que José significaba en mi vida, lo miraba a hurtadillas y me gustaba que fuese tan alto, tan guapo... Tiene el pelo ondulado y las patillas formando tirabuzones que se mezclan con la barba.
Siento una situación extraña dentro de mí, estoy contenta y triste a la vez, me río y lloro a un tiempo. Soy feliz por ser la esposa de José, pero con esta nueva situación se van mis años de niñez; miro a mis padres y sé que me queda poco tiempo de estar con ellos. Quizás un año, quizás menos... y un sentimiento de tristeza, de angustia me inunda. Pienso en los días en que mis padres, bien temprano, me cogían junto con los aperos del campo y me montaban en la burra. Es una burra blanca y vieja que vive con nosotros casi tanto tiempo como yo.
Salíamos casi de noche. Mi padre iba delante tirando de ella y mi madre detrás, cerrando la marcha. Cuando llegábamos, ellos comenzaban la tarea, a cavar, a regar, a cortar, a espigar... Y las primeras horas de la mañana yo las pasaba durmiendo envuelta en una manta de colores que mi madre tejió para mí. Cuando el sol estaba alto, desaparecía todo rastro de sueño y de cansancio, y entonces corría por entre la hierba, intentando a ratos ayudar, a ratos jugar.
¡Y que sensación la de meter los pies descalzos en la tierra caliente! Oía los gritos de mis padres si me separaba mucho de ellos, sentía las miradas temerosas si había algún peligro, las sonrisas si decía alguna tontería.
En ocasiones venían amigos que intercambiaban palabras de saludo, cortando la monotonía del trabajo, y cuando mis padres lo reanudaban, yo seguía corriendo, saltando, ayudando, estorbando. Cuando caía el sol volvíamos a Nazaret, desandábamos lo de la mañana, cansados, y siempre llevábamos algo para la cena, unas frutas, algunas verduras...
Y, al llegar a casa, el cansancio parecía huir del cuerpo. El fresco del hogar en verano, o la alegría de la lumbre en invierno nos reunía junto al pozo y el balde de agua limpia, para después percibir el olor a comida que madre preparaba.
Y luego, cuando limpiábamos la mesa mi madre se sentaba ante la rueca, tejiendo, y mi padre con los rollos que leía una y otra vez. Y yo en medio, ya iba al lado de mi padre o ya de mi madre según tuviese ganas. Pronto mi madre hizo que mis dedos se hiciesen ágiles al tejer, pero me gustaba más mirar lo que leía mi padre, lo que me contaba, y lo que me enseñaba a cantar. No había ido a la escuela, ni nadie se ocupaba de enseñarme nada. Era una mujer y lo único que tenía que aprender era criar a los hijos que diese a mi esposo. ¡Pero yo se leer!, y aprendí porque continuamente preguntaba que ponían los signos que mi padre escribía, y el me contestaba de manera distraída, sin prestarme mayor interés, hasta que un día descubrió que conocía las letras, que me gustaba saber. Y casi a escondidas, en esos atardeceres largos aprendí los cinco libros de la Torá, los Salmos, los libros de la historia de mi pueblo.
Y muchas noches, cuando ya casi no podemos leer y mis padres se restriegan los ojos por el sueño y el cansancio, soy yo la que recito en voz alta las palabras que mi pueblo ha escrito sobre nuestro Dios, las peticiones, las alabanzas...
"Te doy gracias, Yahveh, de todo corazón,
Cantaré todas tus maravillas,
quiero alegrarme y exultar en tí,
salmodiar a tu nombre, Altísimo"
o bien
"¿Hasta cuándo, Yahveh, me olvidarás?
¿Por siempre?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?
¿Hasta cuándo tendrá congojas en mi alma,
en mi corazón angustia, día y noche?
¿Hasta cuando triunfará sobre mí mi enemigo?".
Y cuando recito este Salmo; cuanta tristeza cubre la cara de mis padres...
Porque nuestras vidas tan alegres, tan serenas, se tiñen de dolor ante las noticias que a veces llegan a nuestra aldea.
Israel, nuestra patria, nuestro hogar, que tantos sudores y lágrimas, luchas y peleas nos ha costado, esta dominada por los romanos. Ellos nos han quitado nuestras tierras, nuestras casas, nuestro pan. Y cuando conocemos las injusticias, los desmanes que el pueblo soporta surge de nuestros corazones este "¿Hasta cuándo?" que es a la vez suplica, petición y llanto. Oímos profanaciones de nuestro Templo y nos llenamos de indignación, conocemos revueltas de los zelotes y se alimentan nuestras esperanzas...
Pero los romanos siguen en Israel. En la zona de Galilea no son tan crueles como en Judea; aquí estamos más tranquilos y en ocasiones olvidamos este dominio.
Recuerdo en años anteriores cuando íbamos a Jerusalén, la cantidad de soldados romanos que cruzaban los caminos. Cuando se acercan las fiestas, en que todos los judíos acudimos a la Ciudad Santa, los romanos abandonan Cesarea y también acuden a ella, para con su presencia atemorizar al pueblo y prevenir las revueltas y los motines. Esta situación humilla a nuestro pueblo, produciendo indignación y tristeza.
Hace unos años que se oye decir que el tiempo del Mesías esta cerca.
No entiendo bien lo que esto significa, pero algo dentro de mí se sobresalta y sé que la llegada del Mesías traerá paz a mi pueblo y borrara la amargura de la cara de mi padre. Y quiero que venga ese Mesías, el Elegido, el Esperado. Así mi pueblo no sufrirá, se acabara el dominio romano, las humillaciones a nuestros hombres, la esclavitud a la que estamos sometidos.
Pronto estos atardeceres, oyendo el ruido que hace mi madre al tejer, y los salmos entonados por mi padre, la luz escondiéndose para dar paso a la noche, a la quietud, la calma bajo el cuidado de mis padres, estos atardeceres serán sólo recuerdo, porque algo nuevo, algo a la vez sublime y aterrador ha pasado, algo que todavía no se expresar. Una visión, un sueño, un... No sé. Ese grito angustioso de mi pueblo, lo noto levantándose dentro de mí, agitándome y me encuentro sollozando.
"Yahveh es mi luz y mi salvación. ¿A quien he de temer?".
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