Justicia: herencia cultural y religiosa
Justicia: herencia cultural y religiosa
La justicia sola, si no se deja impregnar por el amor, no es suficiente para el logro de una auténtica humanidad.
Todos reclamamos justicia. Apelamos a ella no sólo cuando sentimos que se nos ha dañado, sino cuando pretendemos conseguir algo que nos beneficia, incluso sin merecerlo. Probablemente el condenado debe pensar: “lo justo es que me den una segunda oportunidad. Lo justo no es que pague por mi culpa, sino que me ofrezcan la oportunidad de actuar de otra manera”. Este concepto de justicia se parece bastante a la justicia de la que habla la Escritura: Dios es justo cuando perdona, porque su pretensión es nuestra salvación. Al perdonar, Dios realiza lo adecuado, lo justo, lo que él considera más conveniente para que se realice su designio de amor. La justicia humana podría aprender alguna cosa del concepto cristiano de justicia.
Hay dos aspectos de la reflexión cristiana que tienen que ver con la justicia, interpelan a toda cultura y muestran la capacidad humanizadora del evangelio a toda persona de buena voluntad. El primero encuentra su fundamento en la doctrina de la creación. Ante el reto de construir un mundo más humano y, por tanto, más justo, la Revelación cristiana nos recuerda que Dios ha entregado la tierra y cuanto ella contiene a “todos” los seres humanos y que, por tanto, allí donde los bienes no son accesibles a todos, no se cumple la voluntad de Dios. Se amplia así el concepto de justicia, que entiende que hay que dar a cada uno lo suyo, pero entiende este “suyo” en clave individualista. Por el contrario, la Revelación afirma la clave social y universal de lo que corresponde a cada uno.
El otro aspecto tiene su fundamento en lo más original de la predicación de Jesús: el mandamiento del amor. Pues una aplicación estricta de la justicia podría convertirse, como indicaba la máxima de Cicerón, en inhumana: “summum jus, summa injuria”. Jesús contesta esta actitud, puesta de manifiesto en las palabras: “ojo por ojo, diente por diente” (Mt 5,38). Tanto en sus tiempos como en los actuales, muchos modelos de justicia se inspiran ahí. De modo que en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos.
La justicia sola, si no se deja impregnar por el amor, no es suficiente para el logro de una auténtica humanidad. Al abrir la vida humana al amor, el Evangelio eleva toda justicia y nos abre a la gratuidad y a la misericordia como auténtica dimensión de lo humano. Hay obligaciones que ningún código de justicia puede prescribir. Ningún código ha llegado a persuadir a un padre para que ame a sus hijos, ni a ningún marido para que muestre afecto hacia su mujer. Los tribunales de justicia pueden obligar a proporcionar el pan del cuerpo, pero no pueden obligar a nadie a dar el pan del amor. En este sentido, el samaritano misericordioso (Lc 10,29-37) representa la conciencia de la humanidad, porque va más allá de toda justicia, elevándola desde el amor.
Comentarios
Publicar un comentario