12. El éxtasis de San Francisco (LM 10,4) San Francisco por san Buenaventura y Giotto

 12. El éxtasis de San Francisco (LM 10,4)

Francisco se sentía en su cuerpo como un peregrino alejado del Señor y se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios. Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz, mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne. 

Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor, por el ejercicio continuo de la oración, todos sus afanes.

Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo.

No dejaba pasar por alto ninguna visita del Espíritu. Cuando, estando en camino, sentía algún soplo del Espíritu divino, se detenía al punto dejando pasar adelante a sus compañeros. Muchas veces se sumergía en el éxtasis de la contemplación de tal modo, que, arrebatado fuera de sí y percibiendo algo más allá de los sentidos humanos, no se daba cuenta de lo que acontecía al exterior en torno suyo.

Y como había aprendido en la oración que el Espíritu Santo hace sentir tanto más íntimamente su dulce presencia a los que oran cuanto más alejados los ve del mundanal ruido, por eso buscaba lugares apartados y se dirigía a la soledad de los bosques y de las montañas o a las iglesias abandonadas para dedicarse de noche a la oración. Allí sostenía frecuentes y horribles luchas con los demonios, que se esforzaban por perturbarlo en el ejercicio de la oración. Él empero, cuanto más duramente le asaltaban los enemigos, tanto más fuerte se hacía en la virtud y más fervoroso en la oración diciendo confiadamente a Cristo: «A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me asaltan». Y así hasta que los demonios, no pudiendo soportar semejante constancia de ánimo, se retiraban llenos de confusión.

Cuando el varón de Dios quedaba solo y sosegado, llenaba de gemidos los bosques, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y, como quien ha encontrado un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba con el Amigo, allí también fue oído algunas veces por sus hermanos, que con piadosa curiosidad lo observaban, interpelar con grandes gemidos a la divina clemencia en favor de los pecadores, y llorar en alta voz la pasión del Señor como si la estuviera presenciando con sus propios ojos.

Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba envuelto en una nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su alma.

 

 

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