La renuncia a los bienes San Francisco Textos de San Buenaventura e ilustraciones de Giotto
5. La renuncia a los bienes (LM 2,4)
Tomado de https://www.franciscanos.org/buenaventura/buenaventura2.html
Cuando el padre de Francisco se enteró de lo que había hecho su hijo, corrió, todo enfurecido, a San Damián. Francisco, al oír los gritos y amenazas, se escondió en una cueva. Unos días más tarde se reprochó su cobardía, abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís. Sus conciudadanos, al verlo en el extraño talante que presentaba, lo tomaron por loco. Tan pronto como el padre oyó el clamor del gentío, acudió presuroso y sin conmiseración lo arrastró a casa, lo azotó y lo encerró encadenado. En medio de tanta adversidad, Francisco, lleno de profunda alegría, daba gracias a Dios y se sentía más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre libró al hijo de la prisión, dejándole partir. Francisco retornó al lugar en que había morado antes.
Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre y le manifestó que estaba dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor.
Intentaba después el padre llevar al hijo ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello Francisco y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza».
Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía. Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido.
Después, desembarazado ya de la atracción de los deseos mundanos, deja Francisco la ciudad de Asís y se retira a la soledad para escuchar solo y en silencio la voz misteriosa del cielo.

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