La visión de los tronos celestes (LM 6,6) San Francisco por san Buenaventura y Giotto

 9. La visión de los tronos celestes (LM 6,6)

tomado de https://www.franciscanos.org/buenaventura/buenaventura3.html

Desde Santa María de la Porciúncula, Francisco recorría las ciudades y aldeas anunciando el reino de Dios. Numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se convertían al Señor. Muchas doncellas, entre las cuales destaca Clara, se consagraban a Dios en perpetuo celibato. Asimismo, hombres de toda clase y condición renunciaban a las vanidades del mundo y se alistaban para seguir las huellas de Francisco, aumentando prodigiosamente el número de los hermanos. Al mismo tiempo, crecían en santidad estos seguidores de Cristo y el olor de su fama se difundida por el mundo entero.

Francisco a su vez se había ido convirtiendo en un espejo y preclaro ejemplo de toda virtud. Los hermanos y las gentes lo consideraban ya santo. Él, en cambio, se reputaba un pecador, y sobre la base de la humildad trataba de levantar el edificio de su propia perfección. Solía decir que el hecho de descender el Hijo de Dios desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana tenía la finalidad de enseñarnos la virtud de la humildad. Muchas veces, cuando la gente enaltecía los méritos de su santidad, Francisco ordenaba a algún hermano que repitiese insistentemente a sus oídos palabras de vilipendio en contra de las voces de alabanza.

Y como quiera que, tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios, que ama a los humildes, lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, Fray Pacífico, varón de notable virtud y devoción. Iba dicho hermano acompañando al Santo, y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada de Bovara, fue arrebatado en éxtasis, y vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: «Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora está reservado para el humilde Francisco».

Vuelto en sí de aquel éxtasis, siguió acompañando, como de costumbre, al Santo, que había salido ya afuera. Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano, que no estaba olvidado de la visión tenida, preguntó disimuladamente al Santo qué es lo que pensaba de sí mismo. El humilde siervo de Cristo le hizo esta manifestación: «Me considero como el mayor de los pecadores». Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir tal cosa, añadió el Santo: «Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro de que éste le sería mucho más agradecido que yo».

Al escuchar una respuesta de tan admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se le había mostrado y comprendió lo que dice el santo Evangelio: que el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio


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