Congregación para la doctrina de la fe 2004

 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la Colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 de mayo de 2004)

https://www.equipoagora.es/La-ideologia-de-genero-A389.html

En los primeros cuatro números plantea el problema y señala su propuesta. El núcleo de la problemática es la cuestión femenina: buscar el lugar de la mujer en la sociedad y en el mundo, pero sobre todo es el intento del ser humano de desprenderse de su condición de criatura, de sus condicionamientos biológicos, que tendrían consecuencias también en algunos dogmas de la doctrina católica.

Para dar una respuesta adecuada al problema, la Iglesia propone la colaboración activa del hombre y la mujer. Para ello, en el segundo apartado (nn. 5-12), expone los datos de la antropología bíblica, señalados, sobre todo, en los tres primeros capítulos del Libro del Génesis. El hombre creado a imagen y semejanza de Dios está en la base de la antropología cristiana. «Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra (...) Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1,26-27). De aquí se desprende, también, que la humanidad es descrita como articulada, desde su primer origen, en la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada la que se declara explícitamente «imagen de Dios».

La segunda narración de la creación (cfr. Gn 2,4-25) confirma de modo inequívoco la importancia de la diferencia sexual. Adán se sentía solo en el jardín del Edén. Es necesario que entre en relación con otro ser que se halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma «carne», ofrece a la vida del hombre un porvenir.

Desde el principio aparecen (el hombre y la mujer) como «unidad de dos», significando la superación de la soledad original. La diferencia vital está orientada a la comunión. En la «unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir “uno al lado del otro”, o simplemente “juntos”, sino que son llamados también a existir recíprocamente, el uno para el otro.

De todo esto se pueden deducir dos consecuencias importantes. La primera que la antropología bíblica sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, como en los orígenes de la humanidad, no competitivo ni de revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos. La segunda, hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia de los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer. La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas sus manifestaciones. Ésta no puede ser reducida a un puro e insignificante dato biológico, sino que es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano.

El pecado original ha alterado el modo con el que el hombre y la mujer acogen y viven la Palabra de Dios, y su relación con el Creador. También la relación entre ambos, que era de pura armonía. Como consecuencia, se tergiversa el modo de vivir su diferenciación sexual: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Gn 3,16). En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto y el amor que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer. Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada.

¿Cuáles pueden ser las vías para esta curación?, se pregunta el Documento. Considerar y analizar los problemas inherentes a la relación de los sexos sólo a partir de una situación marcada por el pecado llevaría necesariamente a recaer en los errores anteriormente mencionados. Hace falta romper, pues, esta lógica del pecado y buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del hombre pecador. Una orientación clara en tal sentido se nos ofrece con la promesa divina de un Salvador, en la que están involucradas la «mujer» y su «estirpe» (cfr. Gn3,15), promesa que, antes de realizarse, tendrá una larga preparación histórica (Noé, Abraham, los profetas, etc.).

Injertados en el Misterio Pascual, y convertidos en signos vivientes del amor de Cristo y la Iglesia, los esposos cristianos son renovados en su corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la concupiscencia y la tendencia a la sumisión que la ruptura con Dios, a causa del pecado, había introducido en la pareja primitiva. O expresado en otros términos: en la gracia de Cristo, que renueva su corazón, el hombre y la mujer se hacen capaces de librarse del pecado y de conocer la alegría del don recíproco. En Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban la relación entre el hombre y la mujer, son superables y superadas.

El celibato por el Reino quiere ser profecía de esta forma de existencia futura de lo masculino y lo femenino. Para los que viven el celibato, éste adelanta la realidad de una vida que, no obstante continuar siendo aquella propia del hombre y la mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la relación conyugal (cfr. Mt 22,30: «En la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que todos serán como ángeles en el cielo»).

Por tanto, y esta es la conclusión de este apartado, distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el Misterio Pascual de Cristo, ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia que hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la distinción. A partir de aquí, se abren nuevas perspectivas para una comprensión más profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia.

En el apartado III (nn. 13-14), el Documento enumera algunos valores femeninos presentes en la sociedad. Uno muy importante es la «capacidad de acogida del otro». No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias «para sí misma», la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección. Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. 
Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Se debe recibir el testimonio de la vida de las mujeres como revelación de valores, sin los cuales la humanidad se cerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en el drama de la violencia. También la mujer, por su parte, tiene que dejarse convertir, y reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del que su femineidad es portadora.

Los valores femeninos en la vida de la Iglesia son enunciados en el apartado IV (nn 15-16).

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