Feliz navidad 2024


                "...y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”      Lc 2, 7

 

 

El viaje de regreso a Nazaret se hizo largo y pesado. El calor empezaba a apretar y como ya iba avanzada en la gestación, lo notaba más todavía. En este viaje supe de las dudas de José por recibirme como mujer, sus largas meditaciones, sus luchas porque por una parte creía en mí y no dudaba de mi honestidad, y por otra, no daba crédito a la noticia que mis padres le dieron a la vuelta de la fiesta de Pascua, cuando yo me había quedado en casa de mi prima. Supe también de su iluminación, de la visita del enviado del Señor, y los dos, aisladamente, fuimos testigos de una señal, de un signo de la presencia del Mesías. Nos contamos nuestras experiencias, nuestros temores. De cómo Zacarías, mudo desde el principio del embarazo de su mujer, al recobrar el habla cuando nació Juan, su hijo, profetizó que tenía mucho que ver con nuestro hijo. 

 

La llegada al pueblo tuvo disgustos, pesares y alegrías. Las murmuraciones de los vecinos sobre mí, el verme con el vientre hinchado de tres meses dio lugar a esos pesares de que he hablado. Pero al ver la solicitud de José para conmigo, los mimos que me prodigaba, el cariño con el que se dirigía a mí, fueron calmando los recelos y los ánimos de los más exaltados. El encuentro con mis padres ha sido enternecedor, porque mi padre, siempre serio, más distante, me abrazó con una ternura que me recordó cuando era niña; mi madre, más expresiva, me acariciaba, me preguntaba mil naderías, y yo me dejaba mimar y querer.

 

Pero tengo ya trece años, un marido, una casa y espero a mi hijo, un hijo que me turba y que me hace sentir fuerte y adulta. Cenamos la noche de nuestra llegada en mi casa y fue esa noche, cuando entré por vez primera en la nuestra, en la casa que José había construido con sus propias manos, donde cada rincón, cada mueble, había sido dispuesto y preparado con todo el amor de José. Y sentí y siento un cariño inmenso por él y, en cada momento, noto su bondad, su sacrificio, su prudencia. Nos miramos, y sin necesidad de palabras entendemos el mensaje. Y la vida continúa igual que siempre. 

 

Este verano seguí yendo a la labrada de mis padres, arreglando la tierra, recogiendo fruta, regando, y siento otra vez la tierra caliente en mis pies, y levanto los ojos al cielo y veo el azul brillante que tanto me gusta, y mis montañas abiertas, sin cerrar el espacio que nos envuelve, y siento el aire limpio y puro de los árboles. Y soy feliz. Al regreso, soy yo la que saco el agua del cántaro para que se lave José; la que guiso y preparo el pan, y él lo bendice y juntos recitamos los salmos de alabanza, y leemos a los profetas. Hacemos todas las cosas que se hacen en todos los hogares de Israel, pero en nosotros existe alguien más, una presencia que se percibe en todos nuestros actos, porque exteriormente somos una familia más, un matrimonio más de los tantos que existen en nuestra tierra, pero nosotros sabemos que el Mesías está ya entre nosotros, que ese Mesías es de Nazaret, que vive dentro de mí. El viernes, al atardecer, preparo el talid de José, limpio, sin arrugas y se va a la sinagoga mientras dispongo la mesa, con la menorá, las copas, el pan. Y cuando vuelve celebramos el Sabat. Y así transcurrieron los meses rápidamente. Mi embarazo va bien, y estoy casi cumplida.

 

 

 

Y ha sido en esta época, con los fríos del invierno, cuando hemos recibido un Edicto del emperador romano. Nos manda ir a la ciudad de origen, y la ciudad de origen de José, es Belén. Esto nos causa gran contratiempo. Mi madre no quiere que vaya en ese viaje, pero no tengo más remedio que hacerlo, ya que el mandato lo ordena bien claro. Mi padre no dice nada, ni interviene, pero una extraña mueca de satisfacción cruza su cara y sólo sabe mover la cabeza en señal de asentimiento. Ante mis preguntas y mi insistencia, contestó: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá, porque de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel". ¡Era la profecía mesiánica de Miqueas, el profeta!

 

El frío es muy intenso, caminamos todo el día y cuando se acerca la noche encendemos una hoguera, nos envolvemos en mantas y nos pegamos uno al otro para darnos calor.

Estamos a siete jornadas de Belén, a la que acude mucha gente, no sólo de las regiones de Israel, sino de otros países, que también están bajo dominio romano, ya que estos parecen que han conquistado todo el mundo. Y como el Edicto es para los que viven en tierra romana, el Edicto hay que cumplirlo. Y son muchos los que tienen sus orígenes en Belén, la ciudad fértil.

 

La familia de José nos ha recibido muy amablemente; nos esperaban, pero en las habitaciones había tanta gente y en el patio hacía tanto frío, que hemos decidido, por si se presenta el parto, irnos a una gruta que pertenece a los familiares, en el que cobijan a los animales. Además, yo no podía soportar la idea de dar a luz en una casa llena, con tantas personas; recibir a mi hijo como si estuviese en un mercado. En un momento importante de nuestra vida quiero guardar mi intimidad. Cerca de Belén, está esa gruta, ese establo y es allí donde hemos ido. Y al llegar noté que mis entrañas se abrían y de mí salía ese pequeño ser, que ahora tengo entre mis brazos. Sentí cómo me vaciaba, no del peso que llevaba en mí, sino de mis egoísmos, de mis comodidades, y que cada trozo de mi cuerpo estaba presente en este pequeño ser. 

 

Y yo ya no soy María, sino la Madre, ya no una mujer judía, hija de Ana y Joaquín, sino la madre de este niño que acurruco contra mi pecho, la madre de esta criatura casi indefensa que llora y busca mis pechos con avidez. Mi hijo, mi pequeño. Quise gritar al mundo, al aire, a las piedras, a la paja en la que me encontraba, que había nacido mi hijo. Y no grité. Sólo unas lágrimas recorrieron mi rostro, unas lágrimas que expresaban mi estado de ánimo, de felicidad; porque todo eso, ese sentirme vacía de mí y llena de él, ese deseo de gritar, esas lagrimas eran Amor. Amor a ese ser indefenso, pequeño, necesitado de todo. Amor que no sabía expresar de otra manera que llorando. Y noté la mano encallecida de José hecha mimo, enjugar mis lágrimas, a la vez que la suyas caían por su cara. Y he visto la luz más brillante, el aire más limpio y como si un coro angélico entonase la nana de mi hijo... En este momento, al nacer ese niño estaba naciendo la liberación de Israel. No sé ni cómo ni cuándo se va a producir, sólo sé que Dios lo anunció y Dios es fiel a sus promesas; y en ese mísero lugar, sin bienes materiales, pero con una gran carga de Amor, nacía el Esperado.


 

 

 

 

 

 


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