La escuela del alma
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Una profunda filosofía del cuidado de sí
A fuerza de silencio, soledad y dedicación, Josep Maria Esquirol ha elaborado una filosofía propia, de una profundidad inusual. En ella hay espacio para la crítica, para censurar las cosas de nuestro mundo que no funcionan, pero no es ni mucho menos una jeremiada contra la tecnología, la prisa o la superficialidad. Nos presenta un manifiesto esperanzado y optimista. Su prosa queda desbordaba por esa confianza en el ser humano que únicamente se desata en quien lo ama extensa y profundamente.
Esquirol ha querido esbozar una «filosofía de la proximidad», sin quedar aherrojado por aspiraciones sistemáticas o coherencias abstractas. Siendo muchos sus logros, y singularmente fecundos los itinerarios que abren sus obras, hay uno que resulta, a mi juicio, más significativo: su reivindicación de la dimensión existencial de la filosofía.
Esta ha sido la causa por la que he leído con tanto gozo y detenimiento La escuela del alma, su último ensayo. Porque no necesitamos hoy conocimientos, sino salmodias sapienciales que nos recuerden ―una y otra vez, a cada una de las horas canónicas― que estamos atravesados de espíritu, que nuestro hábitat es la belleza, o que resulta más admirable y milagroso lo que, imperceptible y silenciosamente, nos ubica en el mundo que el empeño fáustico de colonizar Marte.
No hay que tomar nada de lo anterior como una cursilería; ni siquiera son frases hechas, sino enseñanzas que dimanan con una naturalidad enigmática del principal quehacer que debe inquietarnos como humanos: el cuidado de nosotros mismos.
Esquirol se sitúa, como un eslabón más, en una larga y numerosa corriente de pensamiento que, siendo precisos, cabría remontar hasta el mismísimo comienzo de la filosofía. ¿No consiste lo propuesto por Tales o Sócrates en un viaje de autoconocimiento, una senda sosegada de crecimiento y exploración? Pese a lo que suele pensarse, la filosofía no es en modo alguno ni una afición ni una profesión. Sería dudoso que el filósofo acabara su jornada tras fichar fríamente, como un burócrata diligente. No. Más bien, constituye una vocación universal, en la medida en que, como indicaba Platón en la Apología, una vida sin examen no merece la pena ser vivida.
El cuidado de uno no es un objetivo meramente moral, ni mucho menos político. Rebasa esas fronteras para interponerse en la vida como una exigencia ontológica. Como explica Esquirol, lo decisivo es el «encuentro», evitar una existencia huidiza, dejarse interpelar por las cosas, por el otro… para ganarnos a nosotros mismos.
El título solo suscitará equívocos a quien no recuerde el significado originario de «escuela» y se haya olvidado de esa verdad que ningún sistema económico parece tener presente: que hemos nacido para el ocio. Evidentemente, al referirse a la escuela, Esquirol no alude a un «lugar» determinado, a ese marco institucional del que sabemos, como recordaba Foucault, que ha contribuido a domesticar los impulsos y acarrearnos hasta el redil de la servidumbre. La escuela le sirve a nuestro filósofo para reclamar una dimensión nueva, un prístino enclave no tanto espacial como espiritual, un lozano emplazamiento en el que se nos inicie en la atención y cultivo de las cosas. Frecuentándola, el individuo crece: ensancha su alma, sintoniza con las claves más hondas del universo y descubre paulatinamente el sentido más hondo del mundo.
La escuela del alma huye de los estereotipos y nos habla de una filosofía encarnada, común, cotidiana, sutil como la respiración, e igual de precisa. Eso no obsta para que el ensayo sea una rareza formal: hay capítulos, pero sobre todo incontables hilos de los que tirar para que nuestro pensamiento vuele; hay pistas, señales, sugerencias que suscitan admiración o que nos obligan a cerrar sus cubiertas. Próximo al estilo aforístico, con párrafos más o menos prolijos, algunas de sus partes se pueden leer de forma independiente, aunque finalmente todo quede hilvanado, al igual que las notas de una melodía.
Por paradójico que pueda parecer, la educación, que nace como invitación a la vida espiritual, se ha ido convirtiendo, con el paso de los siglos, en un proceso rígido, remiso a las contingencias y poco hermanado con la estética. Hemos olvidado que estamos en camino ―que somos, lo reconozcamos o no, una especie en vías de constitución, animales peregrinos, a la zaga del sentido― y que nuestro principal objetivo no es tanto asegurarnos el pan cada mañana como despejar del horizonte las incógnitas de nuestra existencia. Hay dolor y dramas y desventuras y, siendo realistas, pocas respuestas frente al absurdo, salvo las que proceden del cuidado o la caricia, los únicos salvavidas con que contamos cuando vienen mal dadas.
La escuela en la que cree Esquirol posibilita el encuentro entre maestro y discípulo y el desarrollo de este último tiene lugar en un ambiente cordial, lejos de la imposición. Eso no significa que no esté presente la autoridad. Ahora bien, ¿cuál es la función del maestro? Cuando escribe acerca de quien ocupa la tarima, Esquirol no se refiere tanto al que transmite un conjunto de conocimientos, como a quien muestra las costuras del mundo, revelando las mejores formas de vivir y capear con lo que acontece. Sin anclaje existencial, la escuela pierde su propósito y no evita la desorientación de los jóvenes, ni aun la de los mayores.
Estamos ante un ensayo que reconcilia al lector con la realidad, tanto con el mundo de cosas que nos salen al paso, como con los otros, en cuyos ojos hallamos el brillo de lo sagrado. El filósofo catalán no intenta mostrarse erudito, y es cierto que, cuando se escribe un libro de este estilo, el riesgo está en abusar de las citas. En este caso, todas las referencias ―desde Lévinas hasta Celan― no suenan huecas, sino asimiladas y repensadas, reelaboradas, en beneficio de la visión filosófica que propone.
En otro artículo publicado en estas páginas hablamos de la vida intelectual o espiritual, indicando que no es privilegio de los trabajadores del conocimiento. El ser humano precisa de libros, de cuadros; necesita contemplar la naturaleza y ver la majestuosidad de una montaña para escalarla, pero sobre todo para ser consciente de la belleza de lo creado y de los sublimes límites que se nos imponen. Hay alimentos que fortalecen nuestros músculos; del mismo modo, una buena conversación, el recuerdo de un libro o el arte nutren nuestra alma, abriéndonos a esa dimensión en la que o bien las cosas cobran su sentido o se empieza a despejar la niebla en torno al mismo. Renunciar a estos raptos ―olvidar la escuela, diría Esquirol― nos diezma y nos condena a vivir de un modo miope, vicario, incapacitándonos para exprimir el jugo gozoso de la vida.
Erraría quien pensara que Esquirol se adhiere a una concepción utópica o demasiado imaginativa de la escuela. Todo lo contrario: su propuesta revela el cuidado pedagógico que se cultiva entre amigos, en una reunión familiar o en el silencio de una iglesia. No hay, por otro lado, ningún empeño por disimular la realidad de los infortunios, el mal o la muerte. Se trata de experiencias que nos desafían, pero, inexorables como son, contribuyen a adensar el alma y a que vaya madurando nuestra forma de afrontar la existencia. ¿Acaso la vida tiene otro fin o propósito?
José María Carabante es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.
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