Entrevista a Adela Cortina por CAMINO CAÑON LOYES

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Fue ganadora del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en 2007 por su obra Ética de la razón cordial y, cuatro años después, logró el premio nacional de ensayo con ‘¿Para qué sirve realmente la ética?’. Es la primera mujer que accede a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Crítica: Entre todas las actividades que usted realiza (profesora, investigadora, escritora, académica), ¿hay alguna en la que le haya resultado especialmente difícil abrirse paso por el hecho de ser mujer?

Adela Cortina: Afortunadamente, no. Según mi experiencia, los alumnos aprecian exactamente igual a profesores y profesoras, dirijo proyectos de investigación competitivos desde hace décadas con un excelente grupo de trabajo y los libros han tenido muy buena acogida. A mi juicio, en el ámbito académico, generalmente, las desigualdades injustas entre los profesionales no se producen tanto por ser mujer o varón como por contar o no con el respaldo de algún grupo de poder. Dicen los alemanes que cualquier empresa triunfa con ayuda de la vitamina B, que en este caso viene de la palabra Beziehungen, es decir, “relaciones”. En el mundo académico, como en tantos otros, alcanzar metas legítimas es mucho más difícil cuando no se cuenta desde el comienzo con apoyos. Entiendo que las Unidades de Igualdad deberían ser valerosas y hacer frente a ese tipo de desigualdades, que son las reales.

C.: ¿Cómo surgió en usted el interés por la filosofía política?

A. C.: En principio, porque mi área de conocimiento es en realidad Filosofía Moral y Política y en la Facultad de Filosofía de Valencia venimos impartiendo la asignatura de Filosofía Política desde hace más de 30 años. Yo empecé a impartirla hace un par de décadas y me pareció apasionante. Por una parte, por las excelentes reflexiones que nos ha brindado la historia de la Filosofía Política, reflexiones que nos permiten contar con un valioso bagaje. Pero también, como ocurre en el caso de la Ética, porque es muy fecunda para orientar la acción en la vida cotidiana. De hecho, las gentes se interesan enormemente por charlas y textos sobre valores morales, democracia, ciudadanía, justicia global y tantos otros, que pertenecen al ámbito de la Filosofía Práctica, que es la que se ocupa de la acción humana, personal y compartida.

C.: El ciudadano, ¿nace o se hace?

A. C.: El ciudadano se hace, claro. Biológicamente nacemos con la predisposición a ser egoístas, pero también con la predisposición a ser altruistas, y podemos cultivar más una u otra. El egoísta no podrá ser un buen ciudadano, porque para serlo es necesario desarrollar el sentido de la justicia, la capacidad de ponerse en el lugar de otros y de comprometerse con ellos, buscando el bien común. Precisamente la justicia es la virtud de la comunidad política. Cultivar la predisposición al altruismo y a cuidar de otros es entonces la clave para ser un buen ciudadano, pero para lograrlo se necesita el concurso de la educación en la familia, en la escuela y en el conjunto de la sociedad. Como decía Kant, “la persona lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser”, y lo mismo valdría para el ciudadano. La buena noticia es entonces que contamos también con la predisposición al altruismo, que son falsas las célebres doctrinas del gen egoísta y del individualismo posesivo: que somos capaces de solidaridad, y yo diría también, de gratuidad. Pero las capacidades hay que cultivarlas.

C. : Usted ha acuñado los términos ética de mínimos y ética de máximos. ¿Qué lugar tiene cada una en las propuestas de la vida pública?

A. C.: Las éticas de máximos son las propuestas de felicidad, de vida buena, que conviven en una sociedad moralmente pluralista. Pueden ser religiosas o no serlo, pero su característica fundamental es que son ofertas de vida en plenitud. La ética de mínimos es la que contiene los mínimos de justicia que comparten las distintas éticas de máximos, y lleva ese nombre porque se refiere a los mínimos de justicia por debajo de los cuales no se puede descender sin caer en inhumanidad. Evidentemente, los mínimos de justicia pueden ser más o menos exigentes en las distintas sociedades y en las distintas épocas. Cuanto más viva moralmente esté una sociedad, más potentes serán sus exigencias de justicia; cuanto más desmoralizada se encuentre, menos reclamará en cuestiones de justicia. Por eso es muy importante que las éticas de máximos hagan propuestas vivificadoras de vida en plenitud. Por una parte, porque las personas queremos ser felices, pero también porque cuanto más ilusionantes sean las propuestas de vida buena, más potentes serán también las exigencias de justicia.

C.: ¿Le parece lícito que los políticos centren sus mensajes en movilizar las emociones faltando muchas veces a la verdad y omitiendo razones y argumentos?

A. C. : Es inmoral y también es contrario a las más ele-mentales exigencias de una política legítima. Es verdad que las personas somos razón y emoción y que la política debe tener en cuenta los dos lados. Pero también es verdad que una política democrática ha de tratar a los ciudadanos como seres autónomos, capaces de tomar sus propias decisiones, no como medios para fines que no se declaran en voz alta, porque serían inadmisibles. Tratar a las personas como seres autónomos implica darles razones y argumentos para que sopesen por cuáles quieren inclinarse libremente. Manipular las emociones, por el contrario, es instrumentalizar a la personas, tratarles como seres heterónomos a los que se utiliza como medios para los propios fines. Desgraciadamente, en la vida pública la manipulación de emociones está a la orden del día.

C.: En este tiempo la acción de los políticos parece que sólo resulta aceptable cuando viene de la mano de la participación ciudadana a través de organizaciones sociales de diverso tipo. ¿Qué valoración le merece este hecho?

A. C.: La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como bien dijo Abraham Lincoln, y creo que no hay una definición mejor. Esto significa que la participación ciudadana es esencial en una sociedad democrática, que no basta con tener votantes, gentes que votan cada cierto tiempo, sino que los destinatarios de las leyes deben ser de alguna manera sus autores. La mejor manera que hemos encontrado es la de una democracia representativa que potencie la deliberación entre los ciudadanos en los distintos niveles y la tenga en cuenta en la cámara de representantes. Ésta sería la fórmula de lo que llamamos una democracia deliberativa. En ella es esencial que lo ciudadanos elijan a sus representantes y que una sociedad civil vigorosa elabore propuestas, las discuta y las haga conocer en la vida pública. Sin un pueblo vigoroso no puede haber democracia deseable, pero sin representantes legítimamente elegidos, a los que claramente se les pueda pedir responsabilidades, tampoco la hay.

C.: ¿Qué juicio moral le merecen los pactos entre partidos con representación minoritaria que se unen para excluir de la responsabilidad de gobierno al partido más votado?

A. C.: Yo no haría tanto un juicio moral como una reflexión de sentido común. Esos pactos son legales, pero para que tengan sentido han de cumplir unas condiciones. La primera, que no se trate simplemente de desalojar a alguien del poder, sea como sea, porque a ese alguien le ha votado la mayoría, y ése es el mecanismo democrático por excelencia, y porque ser anti no es constructivo. La segunda condición sería que existiera una coincidencia muy grande entre las propuestas de los grupos minoritarios en puntos esenciales. Porque si lo que ocurre es que se forman conglomerados de ideologías lejanas entre sí, incluso en ocasiones antagónicas, da la sensación de lo que se quiere es ocupar el poder a toda costa. Creo que en este asunto hay que ir caso por caso y en todas las ocasiones hay que buscar propuestas con sentido. Y, por supuesto, lo importante es generar mayorías a través del razonamiento transparente, el diálogo y la deliberación abierta. No a través de la manipulación de sentimientos.

C.: ¿Atribuiría usted la falta de interés por la política, en amplios sectores de nuestra población, a la falta de ética, al menos aparente, de un gran número de nuestros políticos?

A. C.: Sí, porque los ciudadanos se percatan de que los políticos no se ocupan de los problemas de la ciudadanía ni tampoco de los problemas de los refugiados o de los inmigrantes, sino de sus asuntos personales y grupales. Que en muchas ocasiones olvidan el bien común, que debería ser su preocupación, y se centran en sus intereses particulares. Naturalmente, esta actitud da lugar a una enorme cantidad de casos de corrupción económica, en la que entran en connivencia políticos y empresarios, pero también implica una desatención generalizada hacia problemas que son acuciantes e importantes.

C.: ¿Cómo valora la emergencia de fuerzas políticas nuevas en nuestro país?

A. C.: En principio, el surgimiento de los nuevos movimientos sociales supuso un revulsivo saludable para una sociedad esclerotizada, que necesitaba un terremoto para salir de su letargo. Las situaciones de injusticia eran –y son- palmarias y, aunque es verdad que diversas voces las venían denunciando desde hacía tiempo, fue bueno que surgieran nuevos movimientos con nuevos protagonistas y con una forma nueva de denuncia y propuesta, que es la de las redes sociales. Pero, como no podía ser de otro modo, esos movimientos cuajaron en partidos políticos, fueron limando las aristas provocativas de sus propuestas iniciales para ganar los votos del centro social y ahora mismo se parecen mucho en sus propuestas a los partidos tradicionales y en los hábitos que han ido adquiriendo. Lo que sí es cierto es que su emergencia ha cambiado el mapa político en las pasadas elecciones y va a incidir en los resultados de las próximas. Pero yo veo más un cambio en los modos de difusión que en las propuestas políticas.

C.: ¿Qué significado otorga a la movilización de sentimientos nacionalistas en un tiempo en el que los problemas del mundo se presentan con la dureza de las guerras y del hambre?

A. C. La vida humana, y también la vida política, consisten en priorizar y la justicia social es prioritaria. El drama de los refugiados y los inmigrantes, la amenaza real del Estado Islámico, el desempleo que ocasiona un éxodo involuntario entre nuestros jóvenes, con la consiguiente descapitalización social, y el desánimo de los adultos, la situación de hambre y pobreza, el desamparo de los discapacitados, son todos asuntos tan urgentes e importantes que cualesquiera otros deberían aguardar a tiempos mejores, entre ellos, el de las reivindicaciones nacionalistas


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