Por obra del Espíritu Santo se produce la vida cristiana en todos sus aspectos.
Por obra del Espíritu Santo se produce la vida cristiana en todos sus aspectos.
El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor, es Espíritu» (2Cor 3,17), y unido al Padre y al Espíritu Santo es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor 15,45). Él habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; cf, Gál 4,6). Por tanto, todas las dimensiones de la vida cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. En San Pablo se afirma todo esto con especial claridad:
–Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en el Hijo, es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina (Rm 8,14-17).
–Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1Cor 12,6).
–Es el Espíritu Santo –el agua, el fuego– quien nos purifica del pecado (Tit 3,5-7; cf. Mt 3,11; Jn 3,5-9).
–Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). «Nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo» (12,3).
–El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13).
–Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
–El Espíritu Santo es quien llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).
–El nos da fuerza apostólica para testimoniar a Cristo y fecundidad espiritual: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra» (Hch 1,8). Por eso la fuerza para evangelizar «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5).
–El es quien nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17).
–El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda de nuestra total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).
En suma, según San Pablo, toda la «espiritualidad» cristiana es la vida sobrenatural que el Espíritu Santo, inhabitando en los hombres, produce en nosotros. Y por eso afirma el Apóstol: «vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; cf. 10-16; Gál 5,25; 6,8).
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Pidamos siempre a Dios el Espíritu Santo, pues es el Don del Padre y del Hijo, el Don supremo del que proceden para nosotros todos los dones y gracias. Pidiendo el Espíritu Santo, estamos pidiendo todos los dones naturales y sobrenaturales que Dios ha de comunicarnos.
Pidamos también los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan el ejercicio de las virtudes, facilitando en todas nuestras acciones su prontitud y seguridad en la verdad y el bien. Es entonces cuando nuestras acciones vienen a ser realizadas ya al modo divino, con la máxima facilidad, perfección y mérito. Pero los dones del Espíritu Santo no pueden ser adquiridos: son dones que han de ser pedidos una y otra vez con toda confianza al Padre celestial, por Jesucristo nuestro Señor, pues como Él dice, «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con Espíritu firme»(Sal 50,12).
José María Iraburu, sacerdote
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