Petición de los derechos de las monjas

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El trabajo (casi) gratuito de las monjas

Este artículo fue publicado originalmente el 1 de marzo en el suplemento “Donna, Chiesa, Mondo” de L’Osservatore Romano.
La hermana Marie –los nombres de las monjas son de fantasía– llegó a Roma desde África negra hace alrededor de veinte años. Desde entonces encuentra a religiosas provenientes de todo el mundo y hace un tiempo decidió dar testimonio de lo que ve y escucha en confidencia. “Recibo a menudo a religiosas en situación de servicio doméstico decididamente poco reconocido. Algunas de ellas atienden en residencias de obispos o cardenales, otras trabajan en la cocina en estructuras de Iglesia y llevan a cabo tareas de catequesis y enseñanza. Algunas son empleadas al servicio de hombres de Iglesia, se levantan al amanecer para preparar el desayuno y se van a dormir una vez que dejaron servida la cena, la casa en orden, la ropa lavada y planchada… En este tipo de ‘servicio’ las hermanas no tienen un horario preciso y reglamentado, como los laicos, y su retribución es aleatoria, a menudo muy modesta”.
Pero lo que más entristece a Sor Marie es que a esas monjas raramente se las invita a sentarse a la mesa que sirven. Entonces pregunta: “Un eclesiástico ¿cree que puede hacerse servir la comida por una religiosa y luego dejarla comer sola en la cocina? ¿Es normal para un consagrado ser servido así por otra consagrada, sabiendo que las personas consagradas destinadas a los trabajos domésticos siguen siendo mujeres, religiosas? ¿Nuestra consagración no es igual a la de ellos?”. Un periodista romano, especializado en temas religiosos, incluso llegó a darles el sobrenombre de “monjas pizza”, refiriéndose justamente al trabajo que se les asigna.
Prosigue la hermana Marie: “Todo esto suscita en algunas religiosas una rebelión interior muy fuerte. Sienten una profunda frustración pero tienen miedo de hablar porque hay, detrás, historias muy complejas. En el caso de hermanas extranjeras venidas de África, Asia o América latina, a veces hay una madre enferma cuyos tratamientos terapéuticos fueron pagados por la congregación de la hija religiosa, un hermano mayor que pudo realizar sus estudios en Europa gracias a la superiora… Si una de estas religiosas vuelve a su país, la familia no lo entiende. Le dirá: Pero ¡qué caprichosa eres! Estas monjas se sienten en deuda, atadas, y entonces callan. Además por lo general provienen de familias muy pobres, en donde sus mismos padres fueron empleados domésticos. Algunas dicen que son felices, que no advierten el problema, pero de todos modos sienten una fuerte tensión interior. Mecanismos de este tipo no son sanos y ciertas religiosas llegan, en algunos casos, a depender de ansiolíticos para soportar esa situación de frustración”.
Es difícil evaluar la entidad del problema del trabajo gratuito o poco remunerado, y, de todos modos, poco reconocido de las religiosas. Ante todo hay que entender cómo es la situación concreta. “A menudo significa que las hermanas no tienen un contrato o un acuerdo con los obispos o con las parroquias en donde trabajan”, explica la hermana Paule, una religiosa con cargos importantes en la Iglesia. Entonces, se les paga poco o nada. Así sucede en las escuelas o en los dispensarios, y más a menudo en el trabajo pastoral o cuando se ocupan de la cocina o de los quehaceres domésticos en un obispado o parroquia. Es una injusticia que se da en Italia también, no sólo en tierras lejanas”.
Más allá de la cuestión del reconocimiento personal y profesional, esta situación plantea problemas concretos y urgentes a las hermanas y a la comunidad. “El problema mayor es simplemente cómo vivir y hacer vivir a una comunidad –prosigue–. Cómo prever los fondos necesarios para la formación religiosa profesional de sus miembros, quién paga y cómo pagar las facturas cuando las hermanas están enfermas o tienen necesidad de atención médica porque se encuentran disminuidas en su salud a causa de la edad. Cómo encontrar recursos para llevar adelante la misión según su propio carisma”.
La responsabilidad de una situación así no es sólo masculina, sino que muchas veces es compartida. “Hablé de este tema con un rector universitario que me dijo haber quedado muy impresionado por las capacidades intelectuales de una monja que tenía un bachillerato en teología –recuerda Sor Marie–. Él quería que siguiera los estudios pero la superiora se opuso. A menudo el motivo que se aduce es que las religiosas no tienen que volverse orgullosas”. Sor Paule insiste en este punto: “Creo que la responsabilidad es ante todo histórica. La religiosa vivió sólo como miembro de una colectividad, sin tener necesidades propias. Como si la congregación pudiera hacerse cargo de todos sus miembros sin que cada uno aportase su contribución a través del trabajo personal. Además está muy difundida la idea de que las religiosas no trabajan con un contrato, que están allí siempre, que no deben ser estipuladas condiciones. Todo ello crea ambigüedad y consecuentemente grandes injusticias. También es cierto que sin un contrato las monjas son más libres de dejar un trabajo sin demasiado preaviso. Todo eso juega sobre dos frentes, a favor y en contra de las religiosas”.
Pero no se trata sólo de dinero. La cuestión de lo que les corresponde económicamente es más bien el árbol que esconde el bosque de un problema mucho más grande: ser reconocidas. Las religiosas tienen la sensación de que se hace mucho para valorizar las vocaciones masculinas, pero muy poco las femeninas. “Detrás de todo esto, está la idea de que la mujer vale menos que el hombre, sobre todo de que el sacerdote lo es todo, mientras que la monja no es nada en la Iglesia. El clericalismo mata a la Iglesia –afirma Sor Paule–. Conocí religiosas que habían estado sirviendo durante treinta años en una institución de la Iglesia y me contaron que cuando estaban enfermas, ningún sacerdote de los que ellas atendían iba a verlas. De un día para otro se las echaba sin una palabra. A veces sigue sucediendo: una congregación pone a una religiosa a disposición a pedido de alguien y cuando esa monja se enferma se la devuelve a su congregación… Y se envía a otra, como si fuéramos intercambiables. Conocí hermanas que tenían un doctorado en teología, que de un día para otro fueron mandadas a la cocina o a lavar platos, misión carente de todo nexo con su formación intelectual o sin una clara explicación. Conocí a una religiosa que había enseñado durante muchos años en Roma y, de pronto, a los 50 años, le dijeron que su misión era abrir y cerrar la puerta de la parroquia, sin más explicación”.
Sor Cécile, docente, desde hace años experimenta esta falta de consideración. Según ella, las religiosas de vida activa son víctimas de una confusión respecto de los conceptos de servicio y gratuidad. “Somos herederos de una larga historia, la de San Vicente de Paul, y de todas las personas que fundaron congregaciones para los pobres en un espíritu de servicio y de donación. Somos religiosas para servir hasta el fondo y justamente eso provoca un deslizamiento en el inconsciente de muchas personas en la Iglesia, creando la convicción de que retribuirnos no condice con el orden natural de las cosas, sea cual fuere el servicio que ofrecemos. Se ve a las hermanas como voluntarias de las que uno puede servirse a voluntad, lo cual da lugar a un verdadero abuso de poder. Detrás está la cuestión de la profesionalidad y de la competencia que a mucha gente le cuesta reconocer en las religiosas”.
Sor Cécile agrega: “Trabajo en un Centro, sin contrato, a diferencia de mis hermanas laicas. Hace diez años, a raíz de una colaboración que realicé con los medios de comunicación, me preguntaron si realmente quería que me pagaran. Una hermana anima los cantos en la parroquia de al lado y da conferencias de cuaresma sin recibir un centésimo…. Mientras que cuando un sacerdote viene a celebrar Misa con nosotras, nos pide 15 euros. A veces la gente critica a las religiosas, su carácter… Pero detrás de todo esto hay muchas heridas”. Para Sor Marie, se trata de violencia simbólica: “Es aceptada por todos bajo la forma de un tácito consenso. Algunas hermanas están angustiadas, pero no logran hablar. Les digo: ‘Tienen el derecho de decir la verdad acerca de lo que sienten. De decir a la superiora general lo que viven y cómo lo viven’. A veces también es responsable la superiora general que, lejos de poner en discusión el sistema, lo convalida y participa activamente de él, aceptando acuerdos desalentadores para las hermanas”.
Sor Cécile cree que las religiosas tienen que tomar la palabra: “Por mi parte, cuando se me invita a dar una conferencia, ya no dudo en decir que quiero que me paguen y cuál es la compensación que espero. Pero, está claro, me adecúo a las disponibilidades de quienes me lo piden. Mis hermanas y yo vivimos muy pobremente y no apuntamos a enriquecernos, sino simplemente a vivir en condiciones decorosas y justas. Es una cuestión de supervivencia para nuestras comunidades”. El reconocimiento de su trabajo constituye, para muchas, un reto espiritual. “Jesús vino a liberarnos y delante de sus ojos somos todos hijos de Dios –precisa Sor Marie–. Pero en su vida concreta ciertas monjas no lo viven así y sienten una gran confusión y un profundo malestar”. Algunas religiosas consideran, finalmente, que sus experiencias de pobreza y sumisión, a veces padecidas y otras veces elegidas, podrían transformarse en una riqueza para toda la Iglesia, si las jerarquías masculinas las considerasen una ocasión para una verdadera reflexión acerca del poder.

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