capitulo I Los nudos de una historia pequeña

Capítulo I de Los nudos de una historia pequeña



 La alarma de móvil ha sonado a las siete en punto. Lucía, todavía con los ojos cerrados, sale de la cama, coge la bata y con paso cansino se dirige a la cocina. Enciende la luz, pone la cafetera al fuego a la vez que la tostadora con dos rodajas de pan, preparadas la noche anterior. Saca el zumo de naranja y la leche de la nevera, poniendo los dos cartones encima de la mesa, y una vez vertido el café en la taza y el pan tostado en el plato con aceite, mete la mano en el bolsillo de la bata para sacar el teléfono y busca la emisora de todos los días para oír las noticias.


Esta es la mejor hora de todo el día, es su hora. Mira a lo lejos por la ventana y ve como la oscuridad de la noche va desapareciendo y la luz del alba va definiendo las figuras de las casas lejanas, los árboles, las plantas, y las flores de su jardín se van dibujando poco a poco, como los objetos próximos a ella, todo toma consistencia.


En esos quince minutos del desayuno sale de sopor del sueño y entra rápidamente en la vorágine de día, oye la radio, incluso se pelea con el locutor de vez en cuan- do si la noticia no le satisface, recuerda las clases del día


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preparadas la noche anterior, mentaliza lo que tiene que comprar y hacer esa jornada, etc., y una vez totalmente activa va a su cuarto de baño para iniciar el aseo diario. Siente el agua caliente sobre su cuerpo y con los ojos cerrados nota como se relajan sus músculos a la vez que se activa su cuerpo.


Ya vestida y arreglada, solo le queda terminar de pei- narse y darse un poco de barra de labios, entra en el cuar- to de su hija Amalia, con energía abre la ventana y con voz dulce dice:


—Buenos días, princesa, ya es hora de levantarse —y al ver que la niña se acurruca y se tapa la cabeza con la almohada, insiste—, vamos perezosa, levántate, no pode- mos llegar tarde.


Ante la quietud de la niña le hace unas cosquillas en la planta de los pies y esta salta de la cama con cara de pocas amigas. A la madre no le importa este gesto porque en pocos minutos desaparecerá y Amalia será la misma niña de diez años risueña de siempre. Tiene mal despertar.


Puesta Amalia ya en marcha, Lucía va a la habitación de Luis, el pequeño de seis años, quien con cara de sueño sonríe a su madre y le da los buenos días.


Ambos, Amalia y Luis, van a la cocina a desayunar el plato de leche con cereales de chocolate y un gran vaso de zumo naranja.

Los dos comen con voracidad y siempre tienen apetito, pero a pesar de lo que ingieren están muy delgados, debido a la cantidad de ejercicio desarrollado durante toda la jornada.

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—Vamos, daos prisa, son las ocho menos cuarto y nos queda poco tiempo —y mirando el reloj, continuó—, lavaos bien los dientes. ¿Habéis preparado la mochila de los libros?

Ante el asentimiento de ambos, sin adivinar la super- visión realizada por ella minutos antes, se dirige a Amalia: —Te he preparado en la mochila de gimnasia todo el equipo y en la parte inferior te he puesto las zapatillas de ballet y las mallas.


—¿Y a mí, mamá? —siempre queriendo acaparar la atención el pequeño.

La madre sonriendo lo mira y le contesta:

—A ti también te lo he preparado, debajo del equipo de gimnasia está tu traje de judo. Pero venga, vamos a tu cuarto a ponerte el uniforme.


—No, no vengas, puedo yo solo porque ya soy mayor.


Efectivamente se viste solo pero necesita a su madre para los zapatos, pero eso para él no cuenta, eso no es vestirse.


Lucía escribe la nota para Encarna, la señora de La Alberca que limpia la casa y cuida a los niños cuando ella está ocupada, le indica las tareas del día, incluida la pre- paración de la cena, y después de todo esto, va a peinarse y a pintarse los labios.


Terminado el arreglo de los tres, con las mochilas los pequeños y la cartera la madre, cierran la puerta del cha- let y van al garaje.

Lucía tiene un poco menos de media hora para dejarlos en el colegio y llegar a la Universidad a la primera clase.


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Ambos están en el Colegio Jesús María, en el centro de Murcia, en la avenida Alfonso X el Sabio, un colegio concertado cuya hora de entrada es a las nueve. Los dos están en Primaria, el pequeño en primero y Amalia en quinto curso.

Lucía al sacar la plaza de profesora asociada de la Universidad de Murcia en 2002, y posteriormente la de profesora titular en 2004, eligió este colegio porque está al lado del lugar de su trabajo, a menos de dos o tres mi- nutos andando, y por proximidad tuvo la gran fortuna de que los admitieran.


Otro motivo para esta elección era el tener comedor y actividades extraescolares, como ballet y judo, actividades con las que sus hijos se encuentran a gusto. Comían en el colegio a las dos en punto, descansaban un rato, Luis asistía de cuatro a cinco a judo y Amalia a ballet.


A esa hora, Lucía los recoge y, o bien los lleva a nata- ción dos días a la semana, o se toman un helado o unos churros con chocolate, y enseguida, recogido el coche en la plaza alquilada al lado de la Universidad, cogen la ca- rretera hacia El Verdolay, zona residencial en el Monte, pegado a la pedanía de la Alberca, donde está su chalet.


Al llegar, después de la merienda, de hacer los deberes sentados junto a su madre quien los supervisa y les ayuda, una buena ducha, la cena, algún dibujo animado o algún documental en la Tele o algún momento de juego, ya es- tán preparados para dormir.


Cuando los niños se acuestan, Lucía saca de su car- tera el cuaderno donde apunta lo realizado en las clases


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del día, y o bien corrige exámenes, o prepara los apuntes para el alumnado. Y si termina pronto ve alguna película. Una vida reglada y ordenada en la que la madre vive por y para ellos, sin ninguna distracción ni ninguna licencia que le aparte de su papel de super- mamá.


Este horario se flexibilizaba los viernes y los sábados, en los que jugaban con los amigos, o veían películas con su madre en la tele o en el cine. Normalmente salían a comer alguno de estos dos días. El fin de semana era de asueto. Estas eran sus vidas desde que Luis, el marido y padre de sus hijos se marchó de casa.


Luis es ingeniero naval y trabaja en Cartagena, en Navantia, y hace dos años conoció en el trabajo a otra ingeniera recién terminada la carrera, ocho años más joven que su mujer y sin problema de hijos, y comenzaron los escarceos amorosos que tanto le satisfacían.


Lucía sospechó pronto la situación: cada vez venía más tarde a casa, tenía numerosas cenas de empresa, los viajes de negocios se acumulaban, esquivaba cada vez más a Lucía...


Un día, cuando los niños estaban acostados, al llegar este a casa, ella le estaba esperando y dirigiéndose a él le preguntó:

—¿Qué te pasa? Llevas algún tiempo muy extraño y ya, ni ves a tus hijos, ni quieres nada conmigo. ¿Hay algo que quieras decirme? Sé sincero porque lo que no te per- donaría nunca es la mentira.

Luis se sintió intimidado por esa manera tan directa de afrontar el problema, pero pensó en la situación y cre-


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yó que era el mejor momento para expresarle su decisión. Tomando aire y mirándola de soslayo comentó:


—Quiero el divorcio. No os quiero hacer daño, pero he conocido a alguien de la que me he enamorado loca- mente.


—¿Tan locamente como me decías a mí? —lo miró casi con desprecio y continuó—, ¿cuánto tiempo llevas «enamorado»?, porque te recuerdo que tienes un hijo de seis años y una niña de diez.


—¿Es que crees que no lo he pensado?, —contestó alterado—, pero no lo puedo remediar. Conocí a Merce- des hace dos años en el trabajo y es tan guapa y diverti- da... Perdona Lucía, pero nuestra vida tan ordenada, tan burguesa no la puedo aguantar. Necesito libertad, vivir, divertirme, y aquí estoy aprisionado...


—¡Serás cabrón! —y remedándolo siguió—. «Nece- sito libertad, vivir, divertirme». ¡Aprisionado! ¿Y tu res- ponsabilidad como padre?, ¿has pensando en tus hijos? A mí no me vas a hacer daño, porque hace ya tiempo que no necesito ni quiero nada de ti, sospechaba hace tiempo tu aventura, y aunque no te lo creas no siento ni frío ni calentura. Me da igual, me he sorprendido a mí misma al analizar mis sentimientos y tú no me importas nada y no siento nada por ti —y levantando el dedo amenazante siguió—, pero si le haces daño a los nenes te mato...


Luis permanecía en silencio, y dando un portazo abandonó la casa, cogió su coche y se fue.


Lucía llorando desconsoladamente, susurró: —¡Cobarde!, no eres capaz de hablar, solo huyes...

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Aquella noche ella no durmió nada y él volvió a casa de Mercedes diciendo:


—Ya se lo he dicho, voy a divorciarme.

Y al acostarse se durmió como un niño. Se había des- embarazado de golpe de los problemas que le agobiaban. Ahora podría viajar, subir montañas si quería, hacer submarinismo o volar y volar... Ya no sentía el peso en las espaldas.

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