LA ENCÍCLICA “LAUDATO SI’” Y LA SUPERACIÓN DE LA TENTACIÓN CLERICALISTA
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Interesante comentario sobre la LAUDATO SI de Juan Arana
Interesante comentario sobre la LAUDATO SI de Juan Arana
RAPHISA.
Revista de Antropología y Filosofía de lo Sagrado
Review of Anthropology and Philosophy of the Sacrum
ISSN: 2530-1233 No 1, enero-junio (2017) pp.: 147-154
LA ENCÍCLICA “LAUDATO SI’” Y LA
SUPERACIÓN DE LA TENTACIÓN CLERICALISTA
Juan Arana
Universidad de Sevilla
No soy teólogo ni experto en derecho canónico, de manera que mi
comentario en modo alguno tiene carácter pericial, ni pretendo sentar doc-
trina sobre lo que un Papa de la Iglesia católica puede y debe hacer o dejar
de hacer a la hora de expresarse. Tampoco me siento llamado a juzgar la
actitud y conducta de este Papa en concreto. Pero sí soy una persona edu-
cada en la fe católica y tanto la problemática religiosa como la presente
situación del mundo me conciernen e interesan. Mi propósito por tanto
consiste en dilucidar el signi cado del documento que hace unos meses se
hizo público y extraer de él alguna enseñanza.
En primer lugar constato que su destinatario no es tan solo el pue-
blo el de la Iglesia católica, sino la totalidad de los habitantes del planeta
[3], o al menos cualquier ser humano de “buena voluntad”. Sería impru-
dente presuponer buena voluntad en todos nuestros congéneres e incluso
dudo que la haya en la mayoría de los cristianos. Para documentar esta
descon anza me basta con observarme a mí mismo. Sería deseable sin
embargo que todos la tuviéramos, y en consecuencia la llamada del Papa a
nadie debiera dejar indiferente. No hay tantos líderes en el mundo de hoy
a los que pueda reconocerse autoridad moral su ciente para transcender
los límites de su cargo o ministerio, así que es conveniente detenernos a es-
cuchar lo que tienen que decir antes de empezar a ponerles peros y pegas.
El explícito universalismo del mensaje que comento permite y casi
incita a varios niveles de lectura. Porque no se trata tan solo de la doble
dedicatoria del exordio. La encíclica concluye con dos oraciones, una espe-
cí camente cristiana y otra apta para cualquiera que profese una fe mono-
teísta. Por cierto que esta segunda me ha parecido incluso más vibrante y
conmovedora que la otra, aunque si todas las comparaciones son odiosas,
en este caso lo son más que nunca. Por lo tanto, ya no son dos, sino tres
los colectivos interpelados: hombres de buena voluntad, creyentes en el
santo y buen Dios y seguidores de su Hijo encarnado. He de decir que como
bautizado en modo alguno me molesta esta ampliación de la audiencia,
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puesto que la catolicidad exige que nos alejemos de cualquier espíritu de
secta y se agradece que nuestro pontí ce predique con el ejemplo. Pero no
acaba ahí la cosa, porque en el desarrollo del texto entra en diálogo con los
representantes de las ciencias naturales y sociales así como la losofía,
a quienes da la palabra para conocer su dictamen sobre la problemática
debatida. Aquí el Papa no enseña, sino que en todo caso resume los dictá-
menes de otros, pues a rma explícitamente:
...haré un breve recorrido por distintos aspectos de la actual crisis ecológica,
con el n de asumir los mejores frutos de la investigación cientí ca actualmente
disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al
itinerario ético y espiritual como se indica a continuación [15].
Es de suponer que con estas palabras no pretende que aceptemos
sin más la particular síntesis del conocimiento cientí co y losó co que ha
efectuado ayudado por sus colaboradores. Colijo que su intención es enco-
miar la importancia del diálogo interdisciplinar también en lo relativo a la
correcta puesta en práctica de la fe católica. Refuerzan esta conclusión las
siguientes líneas del párrafo 62: “la ciencia y la religión, que aportan dife-
rentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso
y productivo para ambas”. Espero no equivocarme si valoro esta a rma-
ción como un ejercicio más explícito del magisterio papal, que además da
continuidad a una doctrina repetidas veces sostenida por Benedicto XVI.
Ambos papas desaconsejan actitudes deístas y negadoras de la razón,
llamándonos a la unidad de vida también en lo que se re ere al intelecto.
Se oponen a escindir la verdad en planos inconexos, como predicaba el ave-
rroísmo latino, o a recibir con pertinaz descon anza los frutos del intelecto
humano. Empezando por el Papa, cualquier católico cabal debe acercarse
sin reticencias —aunque con discernimiento— a lo que los sabios e investi-
gadores han conseguido averiguar sobre nosotros mismos y el mundo que
nos acoge.
La tesis de la separación tajante entre fe y razón, que el pensador
ateo Stephen J. Gould propuso llamar “principio de los magisterios que
no se superponen”1 ha sido particularmente dañina para la catolicidad de
la Iglesia romana cuando algunos de sus miembros y no digamos de sus
pastores han caído en la tentación de asumirla. Creo que es una excelente
noticia que el actual Papa —del que se dice que está más vertido hacia lo
pastoral que el anterior— rea rme e incluso refuerce lo que aquel había
enseñado con tanto brío. El magisterio religioso, el magisterio losó co
[1] Véase stePhen Jay goulD, Ciencia versus religión. Un falso con icto, Barcelona, Crítica,
2000, pp. 12-13.
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y el magisterio cientí co no están con nados en ámbitos recíprocamente
extraños. Hay un terreno común en el que se encuentran. La mera coe-
xistencia no es una opción; hay que optar entre la armonía y el con icto.
Bueno, muy bueno, es que el Papa Francisco asuma este punto de vista
sin arrogancia, pero también sin complejos, y que se aplique con afán a la
búsqueda de convergencias, por costoso que sea alcanzarlas y mantener-
las. Y es que, como advierte sin tapujos, “La ciencia y la tecnología no son
neutrales, sino que pueden implicar desde el comienzo hasta el nal de
un proceso diversas intenciones o posibilidades, y pueden con gurarse de
distintas maneras” [114]. En el terreno de la ética, en la incidencia que las
decisiones teóricas y prácticas tienen para la vida de los hombres, nadie
está exento de responsabilidad ni puede refugiarse en la neutralidad de un
frio objetivismo. La mala ciencia, como la mala losofía o la mala teología
se pagan con sufrimiento humano, y es deber compartido minimizar daños
y optimizar cuanto sirva para que los hombres ejerzan en plenitud y sin
exclusiones la libertad que les corresponde como hijos de Dios, para que
puedan alcanzar de acuerdo con la honestidad personal de cada uno su
plenitud como seres humanos, que en de nitiva se resume en la búsqueda
de Dios y el nal encuentro con Él.
Así pues, lo que el Papa ha hecho en esta encíclica es valiente y
muy probablemente oportuno, aunque conlleva un riesgo considerable.
¿Qué riesgo? Precisamente que no sea fácil deslindar su autoridad como
pontí ce de la que tiene como intérprete de los resultados de la ciencia y
de los posicionamientos de lósofos y políticos. Los creyentes saben que
está asistido por una gracia especial para no errar en lo relativo al núcleo
doctrinal y moral de la religión, pero no goza del mismo privilegio en esa
parte —digamos— “no neutral” de la ciencia, la técnica y la losofía, así
como en las decisiones políticas y jurídicas. En este sentido, hubiese sido
más cómodo para él y en cierto sentido también para muchos eles ceñir-
se a de nir en su mensaje cuáles son los principios doctrinales y morales
que tienen que ver con el cuidado y conservación de la naturaleza. Podría
haber dicho, por ejemplo, que en este asunto el cristiano ha de estar muy
atento al primer mandamiento, puesto que el amor de Dios implica tam-
bién aprecio y cuidado de la Magna obra salida de sus manos. Asimismo
considerará con esmero el quinto y séptimo, ya que nos ordenan respetar
las vidas y patrimonios ajenos, lo cual incluye tanto los actuales como los
del porvenir. Por cierto que en este sentido la lucha contra el aborto puede
muy bien presentarse como parte ineludible de un ecologismo cumplido,
ya que si en de nitiva debemos conservar y mejorar el planeta para todos
aquellos que aún no han nacido, el primer paso lógico será custodiar con
esmero a los que ya han sido concebidos. Francisco subraya en este sentido
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la incoherencia de los que de enden valores ambientales y niegan ampa-
ro a los embriones y fetos humanos [120]. Muy poco más se podría decir
desde el punto de vista de la doctrina católica, aunque lo apuntado basta y
sobra para que una persona cabal saque las oportunas consecuencias y se
comporte como un ciudadano ejemplar, consumidor sobrio y celoso guar-
dián del medio ambiente. Si es así, ¿para qué más?, ¿por qué más? Se me
ocurre responder que por la misma razón por la que Jesús no se limitó a
predicar en abstracto el amor a los hermanos, sino que se arrodilló delante
de sus discípulos y se puso a lavarles los pies. Yo supongo que de paso lo
haría muy bien, pero lo importante no es si lo llevó a cabo mejor o peor que
un profesional de la higiene corporal, sino que no consideró indigno de su
ministerio ponerse manos a la obra y mostrar de un modo inequívoco a
todos sus discípulos el camino a seguir. De manera análoga, entiendo que
lo que debiera importarnos de la encíclica papal no es si acierta al cien por
cien en su diagnóstico del problema de la contaminación ambiental, o de la
estrategia más conveniente para evitar la degradación del medio natural.
Aunque su análisis fuera correcto y perfectamente puesto al día, de aquí a
no mucho tiempo tendrá que quedarse obsoleto. También tenemos ahora
medios mucho más e caces que a principios de nuestra era para desinfec-
tar los pies. Sin embargo, la imagen del Maestro inclinado ante aquellos
rudos pescadores es eterna. No pretendo que la del Papa Francisco escri-
biendo un texto repleto de argentinismos lo sea. Sin embargo, con la enor-
midad de problemas y di cultades a los que se enfrenta cada día, que haya
buscado tiempo para tratar un asunto por cuya resolución, a pesar de su
indudable importancia, nadie le pedirá cuentas, no deja de tener un valor
simbólico importante. Me recuerda, por ejemplo, que siendo yo lósofo de
la naturaleza, no he dedicado al problema ecológico tanta atención como la
que él le ha prestado, y supongo que lo mismo valdrá para el 99’9 % de la
población, tanto de creyentes como de ateos y agnósticos.
Permítanme que aquí interrumpa por un momento el hilo de mi
comentario para glosar la idea de que el ecologismo es una especie de “re-
ligión laica”, y que las las de los que se comprometen con la conservación
de la naturaleza se nutren preferentemente por personas que carecen de
creencias relativas al “más allá”. Me parece ruin el prejuicio de que po-
seer un horizonte de trascendencia sea un estorbo para el cuidado de lo
inmediato. El ejemplo de los mejores místicos demuestra cabalmente lo
contrario. Pero es que además el aserto es falso según las evidencias reco-
gidas por los sociólogos. En 2012 apareció la traducción de un estudio rea-
lizado por el genetista conductual de la Universidad de Minnesota David
Lykken titulado: ¿Cómo pueden las personas con formación seguir siendo
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ecologistas radicales?2 Allí afronta el repetido reproche de los nuevos ateos
según el cual los creyentes están demasiado ocupados con el cielo para
involucrarse en la mejora de la tierra y formula puntualizaciones muy
tajantes:
Sin embargo, quisiera destacar algo que debería hacer re exionar a los
contractualistas: hace tiempo que los sondeos muestran que, en Estados Unidos,
los creyentes en una religión son más felices, más sanos, más longevos y más
generosos entre sí y para la caridad que las personas laicas. La mayor parte de
estos efectos también se ha documentado en Europa. Si uno opina que la moral
tiene que ver con la felicidad y el sufrimiento, entonces creo que se está obligado
a examinar con más atención la forma en que viven realmente las personas
religiosas y preguntarse qué es lo que hacen bien (p. 282).
Un poco más adelante concluye:
Los creyentes religiosos dan más dinero que las personas seculares a las
organizaciones bené cas seculares y a sus vecinos. También les dan una mayor
parte de su tiempo y de su sangre. Incluso si se excusa de la caridad a los liberales
seculares porque votan a favor de prestaciones sociales gubernamentales,
es realmente difícil de explicar por qué los liberales seculares donan tan poca
sangre. [...] Quizá los ateos tengan otras virtudes, pero en una de las medidas
menos polémicas y más objetivas de comportamiento moral —a saber, dar tiempo,
dinero y sangre para salvar a extraños que lo necesitan—, las personas religiosas
parecen ser moralmente superiores a las seculares (p. 283).
Recupero ahora el curso de mi re exión, rea rmado en la idea de
que dedicar toda una encíclica al problema ecológico no supone en el Papa
una dejación de sus más urgentes tareas, sino una nueva prueba de que no
es posible levantar los ojos hacia Dios como es debido sin dejar de posarlos
con solicitud sobre los hermanos, y especialmente sobre los más débiles.
Entiendo por otro lado que lo que Francisco pretende no es que aceptemos
y asumamos sus criterios referentes a la crisis ecológica como si fueran
puntos del catecismo, sino que tomemos en serio nuestra responsabilidad
con el prójimo presente y futuro, y con el entorno en que vive o ha de vivir.
Su gesto insta a que hagamos cada uno de nosotros un esfuerzo paralelo,
esfuerzo que debe estar iluminado por el sentido religioso que su ejemplo
ha mostrado.
Por lo demás no solo es bueno, sino obligado, que discrepemos del
contenido cientí co, losó co, político y jurídico de su encuesta si así lo
juzgamos en conciencia, tras meditada re exión y concienzudo examen.
Yo no he realizado el trabajo que sería menester para avalar o rechazar su
[2] Véase John Brockman, ed., Mente, Traducción de Francesc Pedrosa, Barcelona, Crítica,
2012, pp. 253-283.
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propuesta. En líneas generales creo que la visión que tiene del problema
es ajustada y atinado el matiz de urgencia que otorga a la búsqueda de
soluciones. Pero, por supuesto, habría elegido otros énfasis e introducido
matices diferentes. Tiendo a pensar que no ha depurado su cientemente el
catastro smo y tono jeremíaco de muchas versiones sectarias del ecologis-
mo radical. Sospecho que a veces no diferencia con la conveniente nitidez
opciones técnicas o metodológicas —que en sí mismas no son buenas ni
malas— del uso que les damos, que sí merece una cali cación moral. Por
poner un ejemplo, considerada en sí misma la economía de mercado no es
mejor ni peor que la plani cada. Pero si tenemos en cuenta la dinámica
social y las motivaciones de los individuos en la presente coyuntura his-
tórica, fácilmente se llega a la conclusión que la primera es mucho más
e caz, porque produce mayor riqueza y mejor repartida que la segunda,
para lo cual basta comparar la evolución de Corea del Norte y Corea del
Sur, o el cambio experimentado en China cuando se pasó de un modelo a
otro. Otro tanto cabe decir de las repercusiones medioambientales, como
demostró la catastró ca contaminación que se produjo en la República De-
mocrática Alemana, con miles de edi cios aislados con asbesto, gasolinas
ricas en plomo y azufre, fábricas carentes de depuración y el fenómeno de
la lluvia ácida y el Waldsterben mucho más agudizado que en su vecina
capitalista, a pesar de estar más industrializada y poblada. Por supuesto,
todo ello no implica que haya una superioridad moral en la economía de
mercado, ya que su éxito se debe con toda probabilidad a que la codicia y el
afán de lucro son unas motivaciones mucho más difundidas que el altruis-
mo y la vocación de servicio. Pero en tanto no se consiga una regeneración
ética de la humanidad, la demonización de esas otras cualidades tampoco
conducirá a mejoras indiscutibles, como ejempli ca el caso de Cuba, donde
después de cuarenta años de socialismo la prostitución es tan común si
no más que en tiempos de Batista. Nacionalizar los medios de producción
no garantiza la eliminación de la rapacidad y el egoísmo, pues puede muy
bien renacer en los gestores y administradores de los bienes públicos. Para
saber qué proporción de realismo y qué cantidad de idealismo tenemos que
combinar para conseguir resultados óptimos no hay fórmula mejor que la
que aconseja el refrán español: “A Dios rogando y con el mazo dando”. La
encíclica del Papa Francisco no es en este sentido un recetario de fórmulas
infalibles, sino un ejemplo y un desafío para todos y cada uno de los cató-
licos y también para todos y cada uno de los hombres. Habría mucho que
discutir sobre si en sus golpes de mazo el acierto ha sido completo o solo
parcial. También hay cosas que son cuestión de gusto. A mí, por ejemplo,
me complace mucho que cite a Romano Guardini y no tanto a Paul Ri-
coeur. A otros les ocurrirá a la inversa. En lo tocante a opciones losó cas,
durante siglos teólogos y papas otorgaron prioridad a la noción de sustan-
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cia, seguramente porque había sido preferida por Aristóteles. De unos de-
cenios para acá la balanza parece inclinarse hacia la categoría alternativa
de relación. Francisco sigue esta tendencia, puesto que en un párrafo de
su encíclica declara:
Las Personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el
modelo divino, es una trama de relaciones. Las criaturas tienden hacia Dios, y a
su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el
seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que
se entrelazan secretamente [240].
De hecho, la frase “todo está conectado” es la clave argumental más
importante del documento y se repite al menos siete veces [16, 42, 91, 117,
138, 220, 240]. Mi opinión como profesional de la losofía es que ambos
modelos tienen virtudes y limitaciones, de manera que lo más conveniente
es recurrir a uno u otro según la circunstancia, sin caer nunca en la ten-
tación de sacralizar medios que no dejan de ser humanos a pesar de estar
al servicio de los más altos propósitos. Aunque no sea profesional de la
ciencia, la economía o la política, juzgo que más o menos ocurrirá igual en
dichos campos. Francisco avala esta conclusión —y por tanto relativiza sus
propias a rmaciones— cuando matiza:
Hay discusiones sobre cuestiones relacionadas con el ambiente donde es difícil
alcanzar consensos. Una vez más expreso que la Iglesia no pretende de nir las
cuestiones cientí cas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto y
transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías no afecten al
bien común [188].
En de nitiva, no hay que comulgar con sus tesis cientí cas, lo-
só cas, económicas o políticas, pero sí hay que hacerlo con el afán res-
ponsable de buscar en la medida de nuestras fuerzas las más adecuadas,
iluminar este trabajo con la fe y animarlo por medio del compromiso con la
verdad y el bien, sin perder nunca de vista la tolerancia y el respeto hacia
todos los hermanos, empezando por los que están en una situación más
desfavorecida y siguiendo por los que piensan de manera diferente. Los
hijos de la Iglesia no tienen por qué decir amén a toda palabra que salga
de la boca del Papa, pero siempre acertarán si responden a los retos que
él proponga, ya que es intérprete privilegiado a la hora de dirimir en qué
dirección somos llamados a ejercer nuestra libertad e invertir los talentos
que Dios nos ha dado.
Mucho se ha hablado sobre la urgencia de que la gran mayoría de
la cristiandad empiece a practicar una fe adulta, en vez de dejar esa tarea
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para el clero y sectores minoritarios. El clericalismo es una enfermedad
propia de sociedades donde la religión permanece en un estadio infantil
y los eles se muestran incapaces de asumir con plenitud sus responsabi-
lidades, que son las propias del sacerdocio común. En las sociedades cle-
ricales los laicos interpretan torcidamente la idea de infancia espiritual,
puesto que se trata de comportarse como niños con respecto a Dios, no con
respecto a los hermanos, obligándoles o tentándoles para que se convier-
tan en padres y madres perpetuos. Con frecuencia se achaca la pervivencia
de resabios clericales a la actitud de los pastores que acaparan el poder de
decisión y pretenden enseñar a los eles incluso en asuntos que escapan al
ámbito de su competencia. Pero no es menor la responsabilidad de los lai-
cos que dimiten por indolencia y comodidad de esos cometidos, y renuncian
a hablar con voz propia sobre los asuntos en los que la religión, la ciencia,
el pensamiento y la política se solapan. Interpreto que, con su arriesgada
apuesta, el Papa Francisco nos está incitando a que de una vez por todas
sacudamos nuestra pasividad y no olvidemos que somos cristianos cuando
pisemos el laboratorio, la tribuna o el foro.
Sevilla, octubre de 2015
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