La promesa del cielo
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Dr. Rogelio Jiménez Marce
La promesa divina La concepción del Cielo en manuales de teología de los siglos XVII y XVIII en Dios y el hombre, vol. 3, n2, e044, 2019 ISSN 2618-2858 - h
La existencia de un lugar de felicidad eterna forma parte del imaginario de la mayoría de las religiones del mundo. En el caso del cristianismo, el cielo se presentaba como el lugar en el que obtendrían recompensa todos aquellos que hubieran seguido las normas religiosas, de tal forma que los sufrimientos terrenales se cambiarían por gozos eternos. La concepción del cielo sufrió modificaciones a lo largo de la historia, mismas que contribuyeron a que ésta adquiriera una gran complejidad. (Wobeser, 2015) El cielo no sólo se concibió como un lugar de recompensa, sino también como el lugar de eterna contemplación de la gloria celestial. A través de la historia, los pensadores cristianos buscaron dilucidar el significado del cielo, tarea que emprendieron a través de la formulación de preguntas que buscaban responder a inquietudes tales como la de saber quiénes lo habitaban, en qué lugar se ubicaba, qué recompensas se recibirían y cuánto tiempo durarían, entre otras. Este trabajo busca mostrar la forma en qué modo se concebía el cielo en los manuales de teología de los siglos XVII y XVIII. Para tal efecto, el texto se divide en tres apartados. En el primero se mencionan las razones que se esbozaban para incentivar a los creyentes a alcanzar el cielo; en el segundo, se presentarán las ideas acerca del lugar en el que se encontraba ubicado y la manera en que se le imaginaba; y por último se presentará una descripción de los tipos de premios que recibirían las almas y sus cuerpos cuando alcanzaban la bienaventuranza.
La promesa divina
En el imaginario cristiano se afirmaba que el cielo era un “lugar de descanso” para los hombres que habían cumplido con los preceptos religiosos. Los cristianos debían tener la aspiración de llegar al paraíso celestial, lo cual se podía conseguir por dos medios: obedecer las reglas impuestas por la Iglesia y difundir los conocimientos que se tenían sobre la doctrina (Boneta, 1768; Escriva, 1616; Guía, s.f.e.). Se partía del supuesto de que una persona buscaba conseguir un fin determinado cuando éste se deseaba, pues el entendimiento antecedía a la voluntad. En este sentido, el creyente buscaría tener lo que no poseía pues aquello que se deseaba era lo que más se amaba. Los fieles debían saber que el cielo no sólo representaba la soberanía que Dios ejercía sobre la humanidad, sino que también mostraba la bienaventuranza que alcanzarían LA PROMESA DIVINA todos aquellos que habían sido justos. No se podía alcanzar el cielo si antes no se pasaba por el reino de la gracia.
La gracia era un antecedente de la gloria, misma que se consideraba una “gracia perfecta y consumada” (Boneta, 1748; Herrera, 1617). En el reino de la gloria se acabarían los vicios, las debilidades y los temores, pues los elegidos alcanzaban la perfección en cuerpo y alma. El cielo sólo podía obtenerse con la observancia de la fe y la privación de los placeres terrenales. Se equivocaban los que creían que se debía gozar en la vida, afirmación que denotaba su ignorancia de los premios que aguardaban en la otra vida (Andrade, 1672). Mientras el “resplandor de lo visible” conducía a la humanidad al infierno, los sufrimientos terrenales abrían las puertas del cielo. La esperanza de obtener la bienaventuranza debía servir como un incentivo para que los creyentes renunciaran a los placeres terrenales, pues éstos eran efímeros a diferencia de los celestiales que nunca acabarían y que resultaban de tal magnificencia que la imaginación, las palabras y el pensamiento no alcanzaban a describirlos (Andrade, 1642; Honel, 1677).
Para alcanzar los bienes celestiales, se tenía que renunciar a los bienes mundanos a través de la abstinencia, la sobriedad y el sufrimiento. Los padecimientos terrenales conducían directamente al “premio eterno” en la otra vida. Los creyentes no debían olvidar que las tribulaciones eran “momentáneas” y “ligeras”, a diferencia de la gloria que era “eterna” y “sublime” (Alvarado, 1613; Causino, 1675). Como las aflicciones constituían una prueba del amor de Dios, se les debía recibir como “dones” pues ellas satisfacían las penas que se debían pagar en la otra vida.
Los justos eran los únicos que merecían verdadera alabanza y reconocimiento por sus virtudes, debido a que ofrecieron sus actos y pensamientos a Dios, despreciaron los placeres terrenales y vencieron las tentaciones del demonio. Los justos representaban una evidencia de que se podía vencer al pecado. Para que un alma lograra la “divina unión” debía ser pura, lo cual se lograba con el sacrificio y la fe.
El deseo de poseer la “felicidad eterna” incentivaría a los fieles a buscar la obtención de ese premio (Boneta, 1768; Vascones, 1732). Así, se mencionaba que se debía buscar “despertar la codicia”, pues ésta se consideraba una virtud cuando cumplía con la realización de un noble fin y ayudaba a resistir las fatigas de la vida “con paciencia”, por el deseo de conseguir un premio que no tenía comparación (León, 1687).
La bienaventuranza encerraba incomparables deleites y una “felicidad perfecta” que se perdían a causa de las “tinieblas del pecado” y a que se despreciaba la promesa de una “gloria celestial” (Andrade, 1660).
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