15. La predicación a las aves (LM 12,3) San Francisco según san Buenaventura y Giotto

 15. La predicación a las aves (LM 12,3)

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Asaltó a Francisco una angustiosa duda, que le atormentaba en gran manera y muchos días, sobre si debía entregarse del todo al ejercicio de la oración o, más bien, ir a predicar por el mundo. 

Veía las muchas ventajas de la oración, para la que creía haber recibido una mayor gracia que para la palabra. Pero veía también que el Hijo unigénito de Dios descendió del seno del Padre para amaestrar al mundo con su ejemplo y predicar el mensaje de salvación a los hombres. 

Y, por más que durante muchos días anduvo dando vueltas al asunto con sus hermanos, Francisco no acertaba a ver con toda claridad cuál de las dos alternativas debería elegir como más acepta a Cristo.

Así, pues, llamó a dos de sus compañeros y los envió al hermano Silvestre y a la santa virgen Clara, encareciéndoles que averiguasen la voluntad del Señor sobre el particular. Tanto el venerable sacerdote como la virgen consagrada a Dios coincidieron de modo admirable en lo mismo, a saber, que era voluntad divina que el heraldo de Cristo saliese afuera a predicar.

Tan pronto como volvieron los hermanos y le comunicaron a Francisco la voluntad del Señor, se levantó en seguida, se ciñó y sin ninguna demora emprendió la marcha.

Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo: «Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte».

Mientras les decía estas cosas y otras parecidas, las avecillas, gesticulando de modo admirable, comenzaron a alargar sus cuellecitos, a extender las alas, a abrir los picos y mirarle fijamente. Entre tanto, el varón de Dios, paseándose en medio de ellas con admirable fervor de espíritu, las tocaba suavemente con la fimbria de su túnica, sin que por ello ninguna se moviera de su lugar, hasta que, hecha la señal de la cruz y concedida su licencia y bendición, remontaron todas a un mismo tiempo el vuelo.

Todo esto lo contemplaron los compañeros que estaban esperando en el camino. Vuelto a ellos el varón simple y puro, comenzó a inculparse de negligencia por no haber predicado hasta entonces a las aves.


 

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