Reflexión sobre el celibato
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TOUZE, Laurent Pontificia Università della Santa Croce. Las edades del celibato: madurar con, por y en Cristo. Estudios recientes sobre la teología del celibato sacerdotal. Scripta Theologica, [S.l.], v. 50, n. 1, p. 99-119, abr. 2018. Disponible en: <https://www.unav.edu/publicaciones/revistas/index.php/scripta-theologica/article/view/24296>. Fecha de acceso: 02 mayo 2018 doi:http://dx.doi.org/10.15581/006.50.1.99-119.
Este artículo presenta la siguiente conclusión:
En los años de 1960-1970, un determinado número de obras defendían el matrimonio del clero planteándolo como una especie de promoción del laicado. La participación de los fieles no ordenados en las acciones sagradas sería más intensa porque se sentirían representados por la familia del ministro: el sacerdocio común estaría valorizado por el vínculo de la esposa y los hijos del sacerdote con el ministerio de su esposo y padre[45].
Estas ideas, en último término muy clericales, según las cuales el máximo al que podría aspirar un laico sería a orbitar alrededor del sacerdote, ya no se proponen hoy, al menos de manera directa. No obstante, no hay duda que no se ha aprehendido suficientemente la raíz sacramental de la llamada universal a la santidad, el vínculo que une cada vocación con los sacramentos que están asociados a ella.
En el caso del sacerdocio se refiere a los sacramentos del orden y la Eucaristía, y su puerta común, el bautismo: el sacerdote está, por el sacramento del orden, señalado como una persona pública a los ojos de la comunidad, y su principal función es servir a esa comunidad celebrando los santos misterios ante ella y por ella. Siempre en virtud de su cualidad de persona pública, su celibato le permite asumir estatuto visible y conocido de vida eucarística, de don de sí que pasa por la entrega del cuerpo.
El hecho de que el ministro contrajera matrimonio parecería dar otro tipo de testimonio público, vivido de acuerdo con el sacrificio nupcial de Cristo y gracias a él. Los fieles casados (los sacerdotes casados en este caso) viven, ellos también, del pan de la Eucaristía, y su matrimonio también es un estatuto socialmente reconocible. Por lo tanto, podríamos imaginar que convivieran habitualmente dos tipos de ministros, casados o solteros, de forma habitual y no excepcional (como sucede hoy, con algunos casos puntuales en la Iglesia latina y una minoría de sacerdotes en las Iglesias católicas orientales)[46].
De hecho, seguro que existen ministros casados ejemplares, tanto en Oriente como en Occidente[47]. No obstante, me parece (y es también una de las líneas de profundización desarrolladas estos últimos años) que la reflexión sobre el motivo nupcial muestra hasta qué punto el celibato es especialmente adecuado para el ministerio y para su carácter público.
Por la forma en la que se visibiliza y se lee, el celibato asume una función de signo, que debe ser fácilmente identificable como tal. Esto supone al menos dos cosas: desde un punto de vista canónico, que los sacerdotes casados sigan siendo una mera excepción, de modo que se siga percibiendo el testimonio del celibato; y desde un punto de vista espiritual, que este testimonio sea realmente de santidad, de integridad y de entrega (al contrario de lo que muchos hombres y mujeres han visto últimamente).
San Juan Pablo II consideraba que difundir la llamada universal a la santidad, colaborar con Dios para extenderla y hacerla viva, concreta y práctica, sigue siendo «la principal orientación que ha sido determinada para los hijos y las hijas de la Iglesia en este Concilio [Vaticano II] cuyo fin es la renovación evangélica de la vida cristiana»[48].
Quien comparta este análisis del Santo Pontífice polaco, estará especialmente atento a conservar los signos que propagan esta llamada. Dios y los hombres habrían podido imaginar una Iglesia en la que los sacerdotes casados fueran mayoría. Pero con esta configuración se habría corrido el riesgo de perder uno de los grandes mensajes de la teología posconciliar del celibato, es decir, la adecuación libre del sujeto de los sacramentos a las gracias que ha recibido.
Dado que el sacerdote sabe que los sacramentos, y muy especialmente la Eucaristía, cambian todo, escucha la voz de Dios que proclama: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Y cree que su debilidad puede ser transfigurada por el poder de Dios.
Una Iglesia indiferente al estado matrimonial de sus clérigos pondría quizás de manifiesto una fe debilitada en la virtud de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. Habría que preguntarse además si la Iglesia ha asimilado realmente los importantes mensajes eucarísticos que ha escuchado al final de pontificado de Juan Pablo II y posteriormente en el de Benedicto XVI.
En este sentido, teniendo en cuenta también las novedades propuestas por los estudios recientes sobre el celibato, un sacerdote que desea −vir desideriorum− crecer en el amor por su vocación, al servicio de Dios y de sus hermanos, tratará de volver hacia la Misa en tanto que centro y raíz para vivir de ella siempre más.
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