Homilía del Papa Francisco en Santa Marta Miércoles, 8 de julio de 2020





Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Miércoles, 8 de julio de 2020

Hoy, 7º aniversario de su primer viaje fuera del Vaticano, el 8 de julio del 2013, a la isla de Lampedusa, 

símbolo del sufrimiento de tantos inmigrantes del Mediterráneo, el Papa ha celebrado una Misa en

 Santa Marta a la que solo ha asistido el personal de la sección Migrantes y Refugiados del 

Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral.


 
El Salmo responsorial nos invita hoy a una búsqueda constante del rostro del Señor:

 «Buscad continuamente el rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro»

 (Sal 104). Esa búsqueda constituye una actitud fundamental de la vida del creyente, que ha comprendido 

que el fin último de su existencia es el encuentro con Dios.
 
La búsqueda del rostro de Dios es garantía del buen fin de nuestro viaje a través de este mundo, que es

 un éxodo hacia la verdadera Tierra Prometida, la Patria celeste. El rostro de Dios es nuestra meta y es

 también nuestra estrella polar, que nos permite no perder el camino.
 
El pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera Lectura (cfr. 10,1-3.7-8.12), en aquella 

época era un pueblo desorientado, que había perdido de vista la Tierra Prometida y vagaba por el 

desierto de la iniquidad. La prosperidad y la abundante riqueza habían alejado el corazón de los israelitas 

del Señor y lo habían llenado de falsedad e injusticia.
 
Se trata de un pecado del que tampoco nosotros, cristianos de hoy, somos inmunes. 

«La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los 

gritos de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son ilusorias,

 la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, es más, lleva 

a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8-VII-2013).
 
El llamamiento de Oseas nos llega hoy como una renovada invitación a la conversión, a volver 

nuestros ojos al Señor para descubrir su rostro. Dice el profeta: «Sembrad con justicia, recoged con amor. 

Poned al trabajo un terreno virgen. Es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre 

vosotros la justicia» (10,12).
 
La búsqueda del rostro de Dios es motivada por un anhelo de encuentro con el Señor, encuentro

 personal, un encuentro con su inmenso amor, con su poder que salva. Los doce Apóstoles, de los que

 nos habla el Evangelio de hoy (cfr. Mt 10,1-7), tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo,

Hijo de Dios encarnado. Él les llamó por su nombre, uno a uno –lo hemos oído–, mirándoles a los ojos;

 y ellos se fijaron en su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el 

Señor, tiempo de gracia y de salvación, comporta la misión: «Id –les exhorta Jesús– y proclamad que 

ha llegado el reino de los cielos» (v. 7). Encuentro y misión no se pueden separar.
 
Este encuentro personal con Jesucristo es posible también para nosotros, que somos los discípulos del

 tercer milenio. Si buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en el rostro de los pobres, de los 

enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y ese encuentro

 también se convierte para nosotros en tiempo de gracia y salvación, confiriéndonos la misma misión 

encomendada a los apóstoles.
 
Hoy se cumplen siete años, el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la Palabra

 de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el encuentro “Libres del miedo”, en febrero

 del año pasado: «El encuentro con el otro es también encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo.

 Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, 

pidiendo que lo encontremos y ayudemos, pidiendo poder desembarcar. Y si aún tuviéramos alguna 

duda, estas son sus claras palabras: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más 

pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)».
 
«Cuanto hicisteis...», para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de rabiosa actualidad. 

Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental en nuestro examen de conciencia, el que hacemos todos los días.

 Pienso en Libia, en los campos de detención

, en los abusos y en la violencia que sufren los inmigrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los 

rechazos. «

Cuanto hicisteis…, a mí me lo hicisteis».

 
Recuerdo ese día, hace siete años, justo en el sur de Europa, en esa isla... 

Algunos me contaron sus historias, cuánto habían sufrido para llegar allí. Y había intérpretes. 

Uno contaba cosas terribles en su idioma, y ​​el intérprete parecía traducir bien; pero el otro hablaba mucho 

y la traducción era breve. “Bueno —pensé— ese idioma usa giros más largos para expresarse”. Cuando llegué

 a casa por la tarde en la recepción, había una señora —descanse en paz, ha fallecido—, que era hija de etíopes

. Ella entendía el idioma y había visto el encuentro por la tele. Y me dijo: “Perdone, lo que le dijo el traductor 

etíope ni siquiera es la cuarta parte de la tortura, del sufrimiento que han pasado”. Me dieron la versión “destilada”.

 Esto pasa hoy en Libia: nos dan una versión “destilada”.

 La guerra es mala, lo sabemos, pero no os imagináis el infierno que se vive allí, en esos campos de detención. 

Y esa gente sólo venía con la esperanza de cruzar el mar.
 
Que la Virgen María, Solacium migrantium, nos ayude a descubrir el rostro de su Hijo en todos los

 hermanos y hermanas obligados a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen nuestro mundo

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