Sergio de Capadocia
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Un santo para cada día: 24 de febreroSergio de Capadocia (El magistrado romano que huyó
al yermo)
A partir del año 300 comenzó a extenderse el eremitismo, que era una forma de vivir muy particular, consistente en renunciar a la vida social retirándose a vivir en soledad apartado de todos, sin apenas mantener relaciones humanas y sin otras preocupaciones que no fueran la oración y la penitencia. Se les llamaba anacoretas, ermitaños o eremitas.
Esta forma de vida fue implantada por Pablo el ermitaño. Hubo un tiempo en que La “fuga mundi” resultaba ser para los espíritus ansiosos de una mayor espiritualidad, una tentación casi irresistible; el apartarse del mundo era visto por algunos como una necesidad para poder alcanzar un más alto grado de perfección, toda vez que la soledad y el silencio permitían al espíritu mantenerse en presencia constante con Dios.
Este fue el caso de un alto funcionario romano que quiso llevar a sus últimas consecuencias su adhesión al cristianismo. Convertido al cristianismo quiso ser consecuente consigo mismo, tomándose muy en serio su firme decisión.
No se anduvo por las ramas y una vez que estuvo informado del lugar donde se podía vivir una vida entregada por entero a Jesucristo, allá que se fue. Después de pasar un tiempo en comunidad y a pesar del buen trato que los monjes le dispensaron, sus ansias de unión con Dios le seguía pidiendo más, por lo que decidió meterse de lleno en un retraimiento eremítico. En silencio y soledad vivió durante un tiempo en constante ejercicio de piedad, hasta que según nos cuenta una “Passio latina”, llegó la fecha en que habían de tener lugar las celebraciones anuales en honor a Jupiter.
Se le conocía como Sergio de Capadocia (Turquía) también llamado Sergio de Cesarea.
Vivió en el siglo III, desempeñando el honroso cargo de magistrado romano en la ciudad de Cesarea de Capadocia. Durante todo este tiempo, es de suponer que viviera desahogadamente entregado a sus quehaceres burocráticos, sin otras metas religiosas que las enmarcadas en el paganismo, que por aquel entonces se vivía en el imperio romano, pero Dios se tenía un as guardado en la manga, reservado para el honorable magistrado.
Un día, le toco el corazón. Sergio sintió la llamada de Dios y ahí se acabó todo, mejor dicho, comenzaría una vida nueva, como si este hombre volviera a nacer. Estas celebraciones tuvieron lugar siendo emperador de Roma Diocleciano y su gobernador de Armenia y Capadocia, Sapricio, quien ordenó que fueran convocados todos los cristianos ante el templo para que se unieran a los rituales de la celebración.
Tal como había sido ordenado allí comparecieron una multitud de cristianos, entre ellos, un anciano famélico y demacrado, en cuyo rostro se podían ver las huellas que había ido dejando una vida hecha de ayunos, insomnios y toda clase de privaciones, era Sergio. Estando ya todo preparado para el comienzo de la solemne celebración, sucedió algo sorprendente: el fuego preparado para el sacrificio fue consumiéndose hasta que se apagó del todo, sin que nadie pudiera dar explicación de lo que había pasado. Ante este acontecimiento inesperado, Sapricio se enojó mucho y de ello se culpó a los cristianos. Fue entonces cuando Sergio se dirigió al gobernador para decirle que esto había sido una intervención providencial del único y verdadero Dios que adoraban los cristianos. Lo que faltaba, dichas palabras colmaron el vaso que ya estaba a rebosar y de inmediato Sergio fue arrestado, condenándole a ser decapitado, siendo ejecutada la sentencia un 24 de febrero del año 304. Un grupo de cristianos se encargarían de recoger el cuerpo del mártir y de enterrarlo en la casa de una piadosa mujer.
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