EL DIÁLOGO EN FRANCISCO DE ASÍS

EL DIÁLOGO EN FRANCISCO DE ASÍS
por Julio Micó, o.f.m.cap.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXIII, n. 97 (2004) 101-126]
EL DIÁLOGO COMO EVANGELIZACIÓN.

FRANCISCO Y LOS INFIELES

El encuentro de Francisco con los sarracenos es una historia rodeada de ambigüedad, hasta el punto de producir una leyenda: Francisco intuye con originalidad el nuevo estilo de relaciones que en aquel momento convenía establecer entre dos religiones cuya intransigencia recíproca hacía imposible todo diálogo, hasta el punto de estar enzarzadas en una larga guerra: las Cruzadas.

La realidad de esta leyenda es interpretada por los cronistas extraños a la Orden como una presencia irresistible de Francisco, defensor apologético de la fe, que, tras fascinar al Sultán y vencer doctrinalmente a sus teólogos, se ve incapaz de convertirlos a causa de su cerrazón. Sin embargo, los testimonios internos de la Orden ven la presencia de Francisco entre infieles dentro de ese deseo progresivo de martirio que enmarca toda su vida, pero que la realidad le desmiente.

Esta situación viene planteada por la existencia de la Cristiandad. La coincidencia entre el dominio político de un territorio y la imposición a sus gentes de la religión cristiana hacían de la Cristiandad una sociedad extraña, denominada Iglesia, cuyos contornos estaban ocupados por los impropiamente llamados infieles, es decir, por los que no estaban dispuestos a dejar su fe para convertirse al cristianismo. La relación fiel-infiel estaba clara. La misión de la Iglesia era, por tanto, tratar de seguir el mandato de Cristo conquistando a dichos infieles hasta que la Cristiandad se extendiera por todo el mundo.

El principio en sí no era descabellado. Al fin y al cabo no hacían más que continuar el afán proselitista de la Iglesia primitiva. Lo que ya no cuadraba tanto con el talante evangélico era el modo de llevarlo a cabo. La conquista arrolladora de los musulmanes con la guerra santa había provocado en los cristianos una respuesta belicista: las Cruzadas.

La actitud de Inocencio III frente al mundo musulmán presenta dos niveles distintos. Por una parte, había intentado una serie de relaciones diplomáticas con algunos soberanos musulmanes; pero, por otra, era portador y representante del típico mito despreciativo hacia los musulmanes. En el Concilio IV de Letrán (1215) se debatió este problema, dando como fruto un decreto sobre la Expedición para recuperar Tierra Santa, en el que se concretan las normas para llevar a cabo la Cruzada en el año 1217.

La muerte imprevista de Inocencio III en 1216 dejó truncada su gran esperanza de reconquistar Tierra Santa. Honorio III recogerá el testigo continuando los preparativos para la Cruzada. Multitud de predicadores enaltecidos irán calentando las cabezas de las masas para que justifiquen y apoyen esta empresa bélica.

La devoción con la que Francisco solía secundar las iniciativas del Papa no aparece en esta ocasión. El proceso de conversión que había emprendido chocaba con esta imposición violenta de la fe. El Evangelio se propone, no se impone. De ahí que participe en este proyecto de convertir a los infieles, pero sin el matiz violento que las Cruzadas estaban aportando.

El encuentro de Francisco con los musulmanes y, sobre todo, con el Sultán de Egipto es un tanto rocambolesco, pero nos da la verdadera imagen del temperamento y talante de Francisco. En pleno asedio de Damieta, llega él con los nuevos cruzados y rechaza toda protección. Pasa a las filas enemigas y, sin conocer la lengua ni la cultura, se pone a predicar a Jesucristo desde la imagen despectiva de los sarracenos que los predicadores de la Cruzada le habían enseñado. El encuentro del Sultán lo deja desarmado; toda aquella imagen del «sultán de soberbia presencia», que diría Dante, se le viene abajo. Allí no hay más que un hombre culto e inquieto que se interesa por lo que le dice este pobre fraile desconocido.

El diálogo con los teólogos de la corte también le debió impactar. Aunque, como en todas partes, hubiera algún fundamentalista al que le chirriaran los oídos al escuchar lo que decía Francisco, la verdad es que sus oyentes podían relacionarlo con la corriente mística Sufí que había en el Islam. De hecho, a su regreso a Italia, algunas de estas ideas y costumbres las integrará en su Proyecto de vida.

Francisco no estaba capacitado para elaborar ningún estatuto que organizara esta faceta misional de los hermanos. Pero el capítulo 16 de la Regla no bulada manifiesta de una forma clara lo que él entiende por estar presente entre los infieles -las misiones- como una consecuencia práctica de haber optado por Jesús y su Evangelio.

La actitud fundamental de los hermanos misioneros es que, siendo conscientes del peligro que corren sus vidas, vivan de forma prudente y sencilla, valorando su cultura y la formulación de su fe. Por tanto no deben perder el tiempo en discusiones inútiles, sino tratar de servirles para mejor conocer la fe que profesan. Para que exista un diálogo serio y provechoso habrá que presentarse como lo que uno es, el seguidor de Jesús que ofrece a los demás lo más valioso de su vida: su fe en Dios.

Luego podrá venir la conversión y, por lo tanto, una adecuada catequesis que manifieste al interesado el modo de ver a Dios que tiene el cristianismo y el compromiso que ello implica. Sin embargo, esto que puede parecer primero y fundamental queda en un segundo plano, ya que lo principal para una presencia dialogante no es la conversión sino que el interlocutor profundice en su propia fe y se comprometa a ser coherente con ella. El diálogo que actualmente existe en los foros interreligiosos no es tanto para provocar la conversión a otra religión, cuanto un conocimiento respetuoso de cada una de ellas para promover espacios y actividades comunes que ayuden a ahondar a cada uno en su propia religión, y a manifestar el carácter pacificador y humanizante de lo religioso en general.

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